lunes, 18 de junio de 2018

CAPITULO 35 (PRIMERA HISTORIA)




-No sé qué te da mi hermano, pero si, cuando acabe contigo, acudes a mí, te daré más.


El silencio fue interrumpido por una sensual voz masculina que le susurró al oído. Paula se pegó tal susto que, de no haber sido por la fornida mano que la cogió de la cintura, se habría caído del embarcadero.


—Eeeh…, tranquila.


Paula se giró hacia la voz, que ya sabía de quién era. Samuel la acorraló, poniéndole las manos en los costados para evitar que huyera.


—¿Qué…, qué me dices?


Aquel hombre no le afectaba lo más mínimo, pero no le hacían ninguna gracia las confianzas que se estaba tomando.


—Te pagaré. La suma que me digas y del modo que elijas.


Aquella mirada tan fría la hizo estremecer. ¡Dios mío! Le estaban dando arcadas. Tragó saliva y observó aquel rostro con aspecto de deidad, incapaz de creer que se le estaba insinuando.


Como si fuera una ramera.


Una furcia.


Una prostituta.


En su interior la ira se despertó como un ave fénix y empezó a aumentar y a hacerse cada vez más intensa. Una rabia incontenible le nubló la visión y su cuerpo comenzó a temblar.


—A Pedro no le importará —le aseguró Samuel, poniéndole la mano sobre el hombro.


Su comentario le atravesó el cuerpo entero y la hizo saltar. Pero ¿qué narices se pensaban los Alfonso? ¿Que podían comprar a toda mujer a la que se quisieran tirar? Echó el brazo hacia atrás y le pegó un tortazo… con todas sus fuerzas. Al golpear su arrogante rostro sonriente se produjo un chasquido que irrumpió en la oscuridad casi silenciosa, retumbando en la paz de la noche.


—Magda tenía razón. Eres una víbora —le espetó temblando de rabia.


—¿Magda? ¿Magdalena Reynolds?


Samuel estaba atónito. No sabía si se había quedado así por la bofetada o por oír el nombre de Magda, pero tampoco le importaba. Lo apartó de un empujón y echó a correr. Se salió del camino iluminado y corrió por el césped recién segado hasta llegar a la entrada de la casa. 


Corrió entre los coches buscando a James, que esperaba pacientemente en el Mercedes.


Abrió la puerta del coche y se instaló en el asiento del copiloto.


—Llévame a casa, por favor —le rogó con un nudo de lágrimas en la garganta que le quebraba la voz—. Por favor.


—¿Se encuentra bien, señorita Paula?


Aunque estaba oscuro y no podía verle la cara supo por la voz del chófer que estaba preocupado.


—No me encuentro bien. Tengo que irme a casa —afirmó incapaz de ocultar la desesperación con la que se lo pedía.


—¿Puedo hacer algo por usted?


—Sí. Llévame a casa. Me pondré bien.


No se pondría bien. Ni ahora ni mañana.


Seguramente tardaría mucho tiempo en recuperarse, pero eso no se lo dijo.


El bueno de James no le hizo más preguntas. 


Arrancó el vehículo y se dirigió directo al piso.


A Paula le temblaban las manos y se aferró con fuerza a los zapatos que llevaba en el regazo mientras se esforzaba por que las lágrimas que le inundaban los ojos no rebosaran. No podía llorar. No tenía motivos para hacerlo. Los Alfonso tan solo estaban haciendo lo que para ellos era normal. La que tenía el problema era ella. Había hecho una absoluta estupidez: no había logrado resistirse a enamorarse de Pedro Alfonso.


Estaba locamente enamorada. Lo amaba con una pasión y un desenfreno que en nada se parecían al amor que había sentido por su ex. 


Este amor la tenía hecha un lío, le arañaba el alma y le revolvía las entrañas; era el tipo de amor que la haría sufrir. Y mucho.


Reprimió un amargo sollozo mordiéndose el labio hasta que se hizo sangre y giró la cabeza a la derecha para ver pasar la ciudad por la ventana del coche que la llevaba a casa.


«Ya te has enfrentado antes a la pérdida, Paula. Lo superarás».


A raíz del fallecimiento de sus padres se había acostumbrado a recurrir a palabras de ánimo y arengas para superar las batallas más arduas. Hasta ahora siempre le habían funcionado. Al fin y al cabo había llegado hasta aquí, ¿no?


«Lo olvidarás. El tiempo lo cura todo».


Notó que un peso insoportable se instalaba en su pecho y la aplastaba.


Por primera vez en la vida Paula Chaves sintió que se estaba mintiendo a sí misma.




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