jueves, 21 de junio de 2018

CAPITULO 46 (PRIMERA HISTORIA)





Tres días después Pedro garabateó su firma en el último de los documentos que su secretaria había apilado sobre la mesa esa misma mañana. Tiró el bolígrafo dorado con más fuerza de la necesaria sobre el montón de papeles que prácticamente llegaba al techo y se reclinó en la butaca de cuero suspirando frustrado mientras pensaba cuántos días más podría aguantar la tensión que había entre Paula y él.


«No nos acostamos juntos. No nos tocamos. No me despierto con su irresistible cuerpo abrazado al mío como si fuera una sábana de seda».


¡Manda narices! Hacía tres días se había levantado con la impresión de que aquella sería la mejor mañana de su vida, pero, por desgracia, lo que había ocurrido en el desayuno había convertido aquel día en uno de los peores de su vida.


Ella había querido hablar de lo sucedido la noche anterior.


Él, no.


Vamos, se había mostrado más que dispuesto a hablar sobre lo que había pasado después de que le diera el ataque —a comentarlo y a repetirlo, claro—, pero del ataque en sí… no, de eso no había tenido tantas ganas de hablar.


Se peinó el pelo con los dedos y se reclinó en la butaca tratando de relajar el cuerpo. En realidad la distancia que había entre los dos no era culpa de ella. No del todo. Paula no se había tomado mal que él no tuviera ninguna gana de hablar del tema, de hecho, le había dedicado una de sus dulces sonrisas y le había dicho que esperaría hasta que estuviera listo para hacerlo, pero entonces…, justo cuando él estaba pensando que ya podía esperar sentada porque posiblemente le saldrían canas y sería vieja antes de que a él le entraran ganas de sacar el tema, había soltado la bomba:
«No puedo hacer el amor contigo, Pedro. No hasta que confíes en mí lo suficiente como para
contarme lo que ocurrió. Es que no puedo».


Entonces, después de haberle puesto el mundo del revés con aquel comentario, lo había besado en la frente como si fuera un niño pequeño, le había deseado un buen día y se había marchado contoneando su lindo trasero. Y todo eso lo había hecho sin borrar la sonrisa. 


Alucinante.


En su favor había que decir que no le había puesto las cosas difíciles, ni había levantado la voz, ni había montado un escenita. ¡Ojalá lo hubiera hecho! De esa forma igual le habría cogido un poco de manía y le habría resultado más fácil superar este tormento.


Lo único que le molestaba de veras era que él sí que confiaba en ella. Lo que pasaba es que no
quería hablar de ese tema.


—¡Vaya careto! ¡Ni que estuvieran a punto de llevarte a la horca! ¿Qué te pasa, hermanito? ¿Te empiezas a aburrir de Paula? Porque en ese caso a mí no me importaría…


—Si la tocas, te mato. —Pedro se echó hacia delante, posó los puños apretados sobre la mesa y, mientras contemplaba cómo su hermano se paseaba por el despacho, lo amenazó con una mirada fratricida—. ¿Es que no sabes llamar a la puerta?


Sabía que Samuel solo estaba intentando hacerlo rabiar. En realidad su hermano jamás volvería a acercarse a Paula. Se lo había jurado y perjurado cuando había ido a pedirle perdón por lo que había hecho en la fiesta. Sin embargo, eso no le impedía utilizar el tema para sacar a Pedro de sus casillas.


Samuel le dedicó una sonrisa vanidosa y se sentó en una silla delante de la mesa de Pedro.


—¿Por qué iba a hacerlo? Soy el dueño de la empresa.


Pedro pensó que lo único que era peor que compartir la propiedad de la empresa Alfonso con Samuel era que sus despachos estuvieron en el mismo piso.


—La última vez que lo comprobé yo también era el dueño —repuso de malos modos, pues no
estaba de humor para las tonterías de su hermano mayor.


—Soy mayor que tú. Por tanto, tengo más antigüedad.


Samuel puso los pies encima de la mesa de Pedro, que esperó con paciencia a que su hermano se acomodara en la silla. Menudo caradura. Pedro se inclinó hacia delante y pegó un brusco manotazo a los zapatos de cuero italiano, que acabaron por los aires.


—¡No pongas tus apestosos pies en mi mesa!


«¿Hay algo más gracioso en el mundo que ver a un hombre con un impoluto traje de diseño
agitando los brazos como un pajarito para no caerse de una silla que está a punto de volcarse?».


Pedro creía que no. No cuando el que aleteaba como una mariposa era Samuel. Lo único que le
hubiera hecho más gracia aún habría sido que la silla hubiera volcado y que su hermano se hubiera pegado un buen culazo.


Pero los pies de Samuel se posaron a tiempo en el suelo y lograron evitar la caída. Se lo quedó mirando mientras se desabrochaba los botones de la chaqueta, que le quedaba como un guante, y se inclinó hacia delante para posar los codos sobre las rodillas.


—¿Era necesario?


Ahora al que le tocaba reírse era a Pedro, que esbozó una sonrisa malvada.


—Creo que sí.


—No tengo la culpa de que hayas cometido el error de enamorarte y de que ahora estés hecho un asco. ¡Joder! ¡Pensé que estarías feliz porque ha vuelto a casa!


Samuel se puso serio, se reclinó en la silla y puso las manos entrelazadas sobre el estómago. 


Pedro levantó la cabeza con brusquedad.


—¿Acaso te he dicho yo que esté enamorado?


Samuel dejó los ojos en blanco y respondió:
—No hace falta que me digas nada. Me lo dejaste bastante claro cuando cometí el error de tocarla y me metiste tal paliza que casi me dejas ciego.


—Eso no quiere decir que esté enamorado —farfulló Pedro—. Y no fue porque la tocaras. Fue por la intención.


—¿Cuándo fue la última vez que me diste una paliza por haber tocado a una mujer?


—Jamás.


—A eso voy.


Pedro suspiró.


—Paula y yo tenemos una desavenencia sin importancia.


Vale, para él sí que tenía importancia, pero tampoco era necesario contar toda la verdad a su hermano.


—¿Sobre qué?


—Quiere que confíe en ella y que le cuente el incidente que me dejó todas estas cicatrices —explicó con brusquedad—. Piensa que todavía tengo… —se mostró dubitativo antes de proseguir— traumas.


Samuel entornó los ojos y preguntó:
—¿Y es así? ¿Los tienes?


La respuesta de Pedro no se hizo esperar; de hecho, respondió demasiado rápido y demasiado a la defensiva:
—¡No! ¡Claro que no! Fue hace más de dieciséis años, ¡por el amor de Dios!


—El tiempo no lo cura todo, Pedro —respondió Samuel pensativo—. Quizá deberías contárselo.
Puede que lo necesites. ¿Te arriesgarías a perderla por guardarlo en secreto? Es evidente que te ama y, quieras admitirlo o no, tú también estás enamorado. Supongo que lo que tienes que decidir es si esa chica merece la pena.—Samuel se inclinó hacia delante y fulminó a Pedro con la mirada—. No la cagues o te arrepentirás durante el resto de tu vida.


¿Dolor? ¿Remordimiento? ¿Tristeza? Pedro vio pasar cada una de esas emociones por los ojos de su hermano durante un fugaz instante. Tomó aire y, cuando abrió la boca para preguntarle qué le pasaba, el semblante de Samuel se había tornado indiferente y apático. Pedro volvió a cerrar la boca tras analizar la expresión de su hermano: no había duda, no quería hablar del tema.


—No atiende razones —refunfuñó Pedro, volviendo a centrar la atención en su problema.


No presionaría a Samuel para que compartiera su dolor si no quería.


—Admítelo. Estás enamorado de ella. —Samuel se cruzó de brazos y dedicó a su hermano una mirada cómplice.


—Es muy cabezona.


—Estás enamorado de ella.


—Confío en ella. Se lo cuento todo, menos eso.


—Estás enamorado de ella.


—¡Joder! —Pedro pegó tal puñetazo que la mesa entera tembló a pesar de estar hecha de roble macizo—. Me vuelve loco. Me hace feliz. Es tan guapa que me pasaría horas contemplándola. Es capaz de hacerme perder los estribos en cuestión de segundos. No le importa un pimiento que sea rico y está más cegata que un topo porque te juro por Dios que parece que no me ve las cicatrices. Me mira de un modo que me hace sentir como si midiera más de tres metros. Y me mira a mí. No mira al multimillonario, ni al empresario triunfador; mira al hombre que hay detrás de esa fachada. A veces se pone más terca que una mula, pero eso me gusta porque sabe lo que quiere. Es lista. Buena. Y me aguanta aunque sea un gruñón. Me acepta tal y como soy. —Se detuvo a tomar aire porque se estaba quedando sin aliento. Habiendo malgastado su ira en aquella retahíla, prosiguió sin fuerzas—. Total, que sí, que si estos sentimientos desenfrenados y absurdos que siento por ella cada minuto del día son amor… estoy jodido. No soy capaz de imaginar mi vida sin ella.


Estaba tan emocionado que la voz le temblaba y miró a su hermano mayor como si aquello fuera
una tortura.


—Entonces no lo hagas —respondió Samuel sin más, alzando una ceja y mirándolo a los ojos—. Esta empresa la montamos juntos, hermanito. Empezamos en un piso cutre de una sola habitación y ahora tenemos una de las empresas más importantes del mundo y somos más ricos de lo que jamás hubiéramos soñado. Si has sido capaz de lograr todo eso, te aseguro que eres capaz de superar esto. — El tono serio de Samuel cambió para añadir—: Deja de mirarte el ombligo y busca soluciones.


Los labios de Pedro dibujaron una tímida sonrisa. Hacía años que no oía a Samuel decir esa frase. La repetían a menudo cuando empezaron a montar Alfonso Corporation. 


Siempre que uno de los dos se quedaba encallado el otro le pegaba un empujón diciendo esas palabras. Se había convertido en una especie de mantra para ellos, pero hacía mucho tiempo que no lo necesitaban. Tenían un sinfín de trabajadores a su cargo que cobraban un buen sueldo precisamente para evitar que los problemas llegaran hasta cualquiera de los dos—. A veces pienso que preferiría montar una empresa partiendo de cero que tener que enfrentarme a esto.


Samuel se encogió de hombros.


—Los negocios son los negocios. A veces no es fácil, pero el resultado es bastante predecible. Las relaciones son una paranoia. No tienes datos, estadísticas ni nada que justifique la decisión de lanzarte. Solo emociones.


Samuel se estremeció como si pensar en comprometerse con alguien fuera un tipo de tortura.


—Entonces, ¿por qué narices me animas a que lo haga? —Pedro fulminó a su hermano con una
mirada de irritación.


—Porque la necesitas. —Samuel se levantó con brusquedad y se abotonó la americana—. Pero si alguna vez te cansas de ella…


—¡No empieces! —bramó Pedro, pero su voz carecía de veneno.


Ese día se había dado cuenta de algo: su hermano también tenía secretos. No había superado a una mujer del pasado y, a juzgar por la extraña reacción que había tenido ante la pelirroja de curvas peligrosas, posiblemente fuera Magdalena. Sospechaba que, fuera quien fuera, esa persona era la razón por la que Samuel se cansaba tan rápido de las mujeres e iba de flor en flor sin que le afectara lo más mínimo. Lo que estaba intentando era llenar un vacío y olvidar. Pedro sacudió la cabeza; su hermano mayor era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que esa estrategia no funcionaría.


Cuando una mujer se te metía bajo la piel, se quedaba allí para siempre.


La vida de Pedro giraba ahora en torno a Paula y ninguna mujer podría sustituirla jamás, nadie
podría llenar el terrible vacío que dejaría si algún día lo abandonara.


Samuel recuperó su cautivadora sonrisa.


—Me quieres y lo sabes.


—Ahora mismo no —respondió Pedro como por reflejo.


Samuel se dirigió pavoneándose hacia la puerta con todos los pelos colocados en su sitio y el traje y la corbata impecables. Nadie se daría cuenta de que su hermano menor acababa de estar al borde de una crisis nerviosa y que él lo había presenciado.


Samuel cogió el pomo de la puerta para salir, pero entonces Pedro lo llamó con suavidad. Se giró sorprendido.


—¿Sí?


—Gracias por escucharme.


La mirada que se dedicaron valía más que mil palabras. Pedro quería decir a su hermano lo mucho que le importaba, pero se le hizo un nudo en la garganta. Discutían a menudo, como suele pasar entre hermanos, pero Samuel llevaba todos estos años dejándose la piel en el trabajo y, sobre todo, haciendo muchos sacrificios por él y por su madre.


—No hay nadie que merezca tanto la felicidad como tú, hermanito. La tienes al alcance de la mano. Cógela —respondió Samuel mostrándole una vez más su apoyo incondicional antes de salir por la puerta sin volver a mediar palabra.



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