sábado, 9 de junio de 2018
CAPITULO 7 (PRIMERA HISTORIA)
Sus radiantes ojos marrones recorrían una y otra vez el cuerpo de Paula y, a medida que lo hacían, su brillo aumentaba. Arriba y abajo.
Arriba y abajo.
Paula se ajustó la bata.
—Perdona. No tenía qué ponerme.
Pedro se encogió de hombros y se separó del marco de la puerta.
—A ti te queda cien veces mejor que a mí —respondió con voz sugerente mientras avanzaba hacia un armario que estaba al otro extremo de la cocina—. ¿Un café?
«¡Claro que sí!». Habría reaccionado con el mismo entusiasmo si le hubiera preguntado si tenía ganas de acabar la carrera.
Estaba enganchadísima al café.
—Sí, por favor. Si no es molestia.
—Siéntate. Deberías guardar reposo.
Pedro se acercó a la isla de la cocina y ella se sentó en un taburete alto.
Lo contempló mientras colocaba una taza en la cafetera e introducía café en una ranura antes de bajar la tapa. La máquina cobró vida con un petardeo y el café estuvo listo en cuestión de segundos.
—Es el sueño de todo cafetero —suspiró Paula mientras Pedro le acercaba una taza humeante.
—Espero que te gusten los sabores intensos —comentó mientras sacaba la leche de la nevera y la dejaba junto al azucarero delante de Paula—. Es una mezcla con mucho cuerpo.
Paula inhaló el delicioso aroma que desprendía la taza humeante y comentó mientras se le hacía la boca agua:
—Huele que alimenta.
Pedro le ofreció una cucharilla y, al cogerla, sus dedos se rozaron. Una cálida sensación de hormigueo se propagó desde la mano de Paula hacia todo su cuerpo. Pedro estaba muy cerca, tanto que cuando extendió el brazo hacia las piernas de ella Paula inhaló su aroma, masculino y fresco.
En el momento en que los dedos de Pedro rozaron la seda que cubría las piernas de Paula la sensación de calor se dirigió como un rayo a su sexo, lo que la dejó sin respiración.
—Me llevo esto —explicó Pedro cogiendo la toalla húmeda del regazo de Paula.
Al quitarle la toalla dejó que sus nudillos se deslizaran despacio por los muslos de Paula, que se estremeció al sentir ese ligero roce aparentemente involuntario. Madre de Dios, se había echado a temblar. Se dio cuenta de que, si no quería perder los estribos, lo mejor era que se alejara de él y que se quedara en algún sitio donde no pudiera olerle, donde no percibiera ni el calor ni las vibraciones sexuales que Pedro desprendía.
—Gracias —respondió Paula soltando la toalla con un hilillo de voz.
Suspiró aliviada al ver que Pedro se marchaba a un cuarto contiguo. No tardó en regresar sin la toalla y en preguntarle de nuevo:
—No has respondido a mi pregunta. ¿Cómo te encuentras?
Despegó la mirada del irresistible cuerpo de Pedro para echar azúcar y leche al café.
—Estupendamente. Ya no tengo fiebre. Gracias por ayudarme, pero tengo que irme.
Cerró los ojos para probar el café de primera calidad que Pedro acababa de prepararle y casi se le escapa un gemido cuando el intenso sabor alcanzó su paladar.
—No puedes marcharte. Ni hoy ni mañana —afirmó con un tono neutral mientras se acercaba a la cafetera, metía más café en la máquina y bajaba la tapa con más fuerza de la necesaria.
—¿Por qué no? —preguntó con los ojos abiertos de par en par y una mirada extrañada.
Pedro clavó la mirada en la taza humeante de café, se sentó frente a Paula en otro taburete, cogió la cucharilla de la mesa y se echó un chorrito de leche.
—Os han desahuciado.
Paula se sobresaltó de tal modo que derramó el café y, con los dedos manchados, lanzó una mirada fulminante a Pedro, incapaz de dar crédito a lo que le acababa de oír.
—Eso es imposible. Lidia paga el alquiler. Le entrego mi parte todos los meses.
Estiró el brazo para alcanzar el servilletero que estaba en el centro de la mesa y se limpió los dedos. Lo que acababa de decirle Pedro la había impactado tanto que ni siquiera le dolía la leve quemadura que acababa de hacerse.
¿Estaba de coña? ¿Tan retorcido era su sentido del humor? ¿Acaso no sabía que no tenía ninguna gracia bromear sobre algo así con una mujer que vivía al borde de la miseria?
Pedro la miró por fin a los ojos. Tenía una expresión seria que dejaba entrever cierta compasión.
—Me temo que tu compañera se ha esfumado y que lo único que ha dejado en el piso ha sido un par de cajas con tus expedientes académicos, tu partida de nacimiento y algún documento más.
A Paula le empezaron a temblar las manos, así que las cruzó y las apoyó sobre la encimera de mármol. No podía ser cierto. No lo era.
—Tiene que haber un error.
—No hay ningún error. Mi asistenta habló con el casero a primera hora de la mañana. Han desahuciado a tu compañera de piso. Hace tiempo que se inició el proceso de desalojo y ayer acababa el plazo.
Pedro pegó un sorbo al café sin dejar de mirarla a los ojos.
«¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!», la mente de Paula empezó a ir a cien por hora mientras pensaba en las implicaciones que tendría lo que Pedro acababa de revelarle. No tenía casa.
No tenía nada. ¿Y ahora qué?
—Tiene que haber un error —susurró de nuevo con la mirada clavada en la taza de café.
«Por favor, tiene que tratarse de un error». No podía pagar el alquiler atrasado ni reemplazar sus pertenencias. Eso era imposible.
—¿Dónde están mis cosas? ¿Y mi ropa?
—Tu compañera no ha dejado nada. Tan solo un par de cajas.
—Quizá os habéis equivocado de piso.
—No nos hemos equivocado, Paula. Lo siento. —Pedro dijo de carrerilla la dirección, el nombre del casero y el de la compañera de piso—. ¿Es correcto?
Paula asintió con la cabeza, pues un nudo en la garganta le impedía hablar. Sus ojos azules se le llenaron de lágrimas. Santo Dios…
Llevaba años manteniendo el equilibrio sobre una cuerda floja y sin red, y justo ahora que estaba a punto de llegar al otro extremo se precipitaba con un traspié al vacío, a una muerte segura.
No hablaba mucho con Lidia, aunque jamás se le había pasado por la cabeza que su compañera fuera capaz de hacer algo así.
Mantenían una relación cordial, pero, como el poco tiempo que Paula pasaba en casa lo dedicaba a dormir o a estudiar, las conversaciones con Lidia eran muy poco frecuentes. Una vez al mes Paula dejaba el dinero de su parte del alquiler y de los gastos sobre la estrecha mesa de la cocina y daba por hecho que su compañera lo empleaba en pagar las facturas. Pero por lo visto no. «Esto no puede estar pasando», se repetía con la sensación de que el mundo entero se le había caído encima. Y así era. Unas pocas palabras —una catástrofe, una traición— habían bastado para echar abajo su vida entera.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Pedro con indecisión mientras daba un sorbo al café y la observaba con cautela.
—Sí. No. No lo sé. —Seguía atónita. Tomó una bocanada de aire—. Tengo que pensar.
Pensar qué hacer. ¡Dónde vivir! Apartó la taza de café y enterró la cabeza entre los brazos.
Santo Dios…, qué desastre. «Piensa, Paula. Piensa».
—No tenía ni la más remota idea. ¿Cómo iba a haberlo sabido? — preguntó a Pedro aunque en el fondo se lo preguntaba a sí misma, intentando comprender cómo podía haberle pasado algo así.
—Tu compañera dejó la universidad el semestre pasado. Todo apunta a que te ocultó el asunto para que siguieras dándole el dinero hasta que la echaran —explicó Pedro con un tono airado—. Lo siento, Paula. Ya tenías bastantes dificultades antes de que ocurriera todo esto.
Confundida y aterrada, alzó la cabeza y se sorprendió al ver la expresión de enfado en el rostro de Pedro. Estaba cabreado. Con Lidia.
Con las circunstancias. Era obvio que tenía buen corazón.
—¿Se ha llevado… todo? ¿Los muebles, las cosas de mi cuarto, todas mis pertenencias…? —balbuceó mientras las lágrimas le formaban otro nudo en la garganta.
—Mi asistenta, Nina, ha traído las únicas cajas que había en el piso. Están en el cuarto de invitados —le informó con un tono muy serio—. Lo he comprobado todo, Paula. Han actuado dentro de la legalidad. Tu compañera se llevó todo el último día. Si ayer hubieras llegado a casa, te habrías encontrado con un piso vacío. Me alegro de que anoche te ahorraras esa sorpresa. Nina ha devuelto la llave al casero. Van a cambiar las cerraduras. No puedes volver.
«Sin casa. Sin cama. Sin un lugar adonde ir».
La desesperación y la angustia se le fueron acumulando en las entrañas hasta que no pudo ni respirar ni pensar.
Lágrimas silenciosas le recorrieron las mejillas mientras daba vueltas a todos los esfuerzos y los sacrificios que había realizado en los últimos cuatro años. Para nada. Todo eso para nada.
Acabaría viviendo en un albergue, si es que encontraba uno que tuviera plazas. Tendría que dejar la universidad hasta que se recuperara de este golpe.
—¡Ay, no! ¡Dios mío!
Trató de aplastar el ataque de pánico que se le venía encima con una bocanada de aire profunda, pero no lo logró. Ocultó el rostro con las manos y, mientras el cuerpo entero le temblaba, Paula hizo algo que no había hecho desde la muerte de sus padres.
Se echó a llorar.
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