sábado, 14 de julio de 2018

CAPITULO 1 (TERCERA HISTORIA)



Febrero, 2016


Pedro Alfonso miraba al vacío desde la arenosa franja de playa detrás de su casa, tiritando y frunciendo el ceño al agua que rompía en la arena, como si se tratara de un enemigo. La oscuridad de la noche era casi absoluta, pero los astros iluminaban lo suficiente como para ver batirse el mar delante de él. Había hecho de la gran masa de agua que le había robado a Paula su némesis y, en ese momento, sentía resentimiento por cada gota de agua en el Atlántico.


Perdido en él, el cuerpo sin vida de su esposa flotaba en sus entrañas, sepultada en una tumba de agua.


Podía sentir cómo su cuerpo se alejaba más y más de él. Como si al irse le hubiera arrancado el corazón y se lo hubiera llevado con ella, él se había quedado allí, indefenso, sangrando incesantemente a través de la herida.


Se llevó la mano al pecho y se lo frotó, pero no pudo aliviar el insoportable dolor.


No… maldita sea. No puede ser. Creí que tendría todo el tiempo del mundo para doblegar poco a poco mi deseo. Creí que podría someter mis debilidades y amarla como se merecía ser amada.


Le fallaron las piernas y dio con los glúteos en la arena, la humedad calando sus pantalones vaqueros.


No le importó. Su mirada clavada en el agua. 


Estaba demasiado aturdido para sentir los elementos, demasiado roto para que le importara, todo su ser concentrado en Paula, como si esperara devolverla a la vida con la fuerza de su voluntad. Ignoró no sólo el frío embate del viento contra su cuerpo, cubierto solo con una camiseta y unos vaqueros, sino también los mosquitos que hacían de su piel desnuda un festín y el tortuoso sentimiento de abandono, tan doloroso que si no se obligaba a cerrarle el paso se volvería loco.


Tenía cada músculo de su cuerpo en tensión, los puños apretados, la mente intentando mantener sus emociones bajo control. Llorar significaría aceptar que Paula se había ido para siempre y se negaba a creerlo. No iba a llorar su muerte. Nunca la aceptaría. Si aceptase que se había ahogado en aquella misma playa, mar adentro, no podría sobrevivir la agonía de pensarlo.


Pedro Alfonso no lloraba. Nunca lo había hecho.


Hasta cuando sus padres murieron en un trágico accidente reprimió el impulso, o se avergonzarían de él. Ningún Alfonso se dejaría llevar por sus emociones ni permitiría que la razón se sometiera a ellas. Sabía que sus padres lo habían querido, pero habían nacido en un mundo de privilegios y siempre le habían enseñado a actuar con decoro y moderación. 


Sus padres siempre dijeron que era el hijo perfecto y siempre estuvieron orgullosos de él.


Al ser adoptado, Pedro había querido ser perfecto en todo momento e hizo todo lo posible, aún después de que ellos murieran. Su costumbre de mantenerse a distancia era algo que él asociaba con el afecto y la aprobación. 


Ahora no estaba tan seguro. Su corazón le decía que Paula podía haber muerto sin llegar a saber lo que de verdad sentía por ella.


Por desgracia, no se sentía tan seguro y ecuánime en ese momento y su compostura
Alfonsoniana parecía estar abandonándolo.


Paula había desaparecido de aquel mismo lugar una semana antes. Había dejado su bolso, ropa y teléfono en la playa. Siempre le había gustado darse un baño rápido en aquel lugar, al que llamaba su paraíso particular.


Cerró los ojos. Pedro dibujó su rostro, su expresión traviesa y su sonrisa burlona. ¡Dios! ¡Cómo odiaba que fuera sola a nadar o hiciera cosas que él consideraba peligrosas!. La aleccionaba lo mismo que un maestro haría con su pupilo, pero ella siempre se burlaba de él, sacándolo poco a poco de su enfado, diciéndole que era demasiado serio y se preocupaba en exceso. El problema era que nunca pudo estar enfadado con ella por mucho tiempo.


Condenada mujer. Lo había manejado a su antojo desde el momento en que se conocieron y él la había dejado hacer. Siempre que la advertía cuando hacía cosas que le preocupaban acababa dejándola hacer lo que le diera la gana, haciéndole creer que se preocupaba sólo a medias, cuando en realidad le horrorizaba la idea de perderla.


Él era el hombre serio, responsable, que siempre actuaba lógicamente y con cautela. Y Paula… ¡Oh, Paula! Lo hizo feliz, siempre lo hacía reír, lo complementaba, hacía que deseara perder el control completamente. Nunca lo hizo. Ni una sola vez. Fue capaz de sujetar la rienda a los instintos que ella despertaba en él. Pero por poco.


— Era nuestro trato —susurró roncamente, aunque el trato nunca fue oficial, nunca lo hablaron —. Yo me encargaba de las cosas serias y tú me ayudabas a aliviar la carga.


Ella lo hacía reír cuando él estaba tenso y él le daba a ella serenidad. Juntos eran perfectos. 


quizás sólo Paula era perfecta y simplemente lo hacía a él un hombre más feliz. No le importó reprimir el deseo constante de comportarse como un hombre de las cavernas y llevársela a rastras a su guarida. Pero ella nunca había conocido esa faceta secreta de él, que le pedía a gritos rienda suelta.


Porque no quería que eso la alejara de mí.


Se tumbó y se cubrió la cara con el brazo,
dejando escapar un grito ahogado de dolor. Sus
emociones encontradas, batallando por dominar el caos de una mente tomada por la rabia, la desesperación, la rebelión y el dolor. Para su desgracia, la agonía que le corroía alma y corazón estaba ganando la pelea, atenuada sólo por su negativa a admitir la realidad.


No ha muerto, ella no ha muerto. Necesito más tiempo con ella.


Apretando los ojos fuertemente para aliviar el escozor que sentía bajo sus pestañas por las lágrimas que se negaba a verter, reprimió el sollozo que se estaba formando en su pecho. Él y Paula formaban una pareja. No podía funcionar sin ella. Llevaban dos años casados, compenetrados como piezas de un rompecabezas, inseparables desde el primer
momento en que se conocieron. Nunca había creído en el amor a primera vista o en la conexión inmediata hasta que conoció a su esposa. En muchas cosas eran completamente opuestos y, aun así, eran el uno para el otro. 


Ese sentimiento lo había acompañado desde el comienzo de su relación. Pero entonces se resistía a admitirlo, pensando que lo que sentía por ella se atenuaría hasta hacerse soportable.


Nunca fue así y, honestamente, Pedro sabía desde el principio que nunca sería así. 


Simplemente, había sido demasiado estúpido para admitirlo.


Volvió a sentarse, se abrazó las rodillas y se meció, luchando contra cualquier pensamiento racional que pudiera filtrarse en su mente acerca de la desaparición de su esposa. 


Si empezaba a pensar lógicamente, tendría que admitir, probablemente, que estaba muerta. Paula no desaparecería sin decirle nada. Podría ser algo descuidada con su propia seguridad, deshaciéndose de su guardaespaldas siempre que podía, pero nunca había sido desconsiderada. No era posible que no contactara con él, a menos que físicamente no pudiera.


— ¿Dónde estás, Paula? —susurró con voz
ronca, desesperada—. No me hagas esto, por favor. Te necesito.


Debería haberle dicho más veces que la amaba, pasar más tiempo con ella en lugar de volar de un lugar a otro buscando conquistar el mundo y de ocultar los instintos que despertaba en mí. No debería haber huido de ellos. Ella podría haber sido capaz de aceptarlos, como había aceptado todo lo demás.


Lo cierto es que nunca le había dado la oportunidad. Nunca se abrió completamente a ella, nunca le dijo exactamente lo que sentía. Lo
lamentaba ahora, cuando era demasiado tarde.


Meciéndose con más fuerza, abrió los ojos y las lágrimas brotaron finalmente. Se pasó el brazo por los ojos, maldiciendo su suerte mientras se secaba bruscamente su torturado rostro. Pero las lágrimas volvían a aparecer y sólo conseguían irritarlo más. A duras penas pudo ponerse en pie. Se acercó al borde del agua y siguió caminando hacia delante, tentado de perderse en el océano si era de la única manera que él y Paula pudieran volver a estar juntos.


No ha muerto. Ha desaparecido. No la voy a abandonar.


— ¡Paula! —El viento impetuoso arrastró su
lamento mar adentro. Tiritando, gritó desesperadamente—. ¡Vuelve!


Nadie respondió. Cayó de rodillas en el agua helada, dejando que le acariciara el pecho. 


Sus lágrimas se mezclaban con el agua. Su
desesperación y su angustia se rompían en la
garganta con un doloroso sollozo. Y luego otro. 
otro. Las olas empujaban su cuerpo hacia la orilla y él se dejó llevar por la inercia del agua. 


Cuando llegó a la arena, gateó una corta distancia hasta derrumbarse en la playa.


Deja de llorar de una puta vez. No está muerta. 


Está en algún lugar, perdida. Tienes que encontrarla.


Empezó a toser violentamente. Intentó reprimir el estridente sonido que se escapaba de su boca, le bastaba la cólera que le producía lamentar la muerte de una esposa que podría no estar muerta. ¿Y qué si la policía y todo el mundo pensaba que estaba muerta? No se daba por vencido. Nunca se daría por vencido.


No había movimientos en su cuenta bancaria, ninguna señal de que estuviera viva. 


Pero él no iba a parar hasta encontrarla. Sin apenas dormir desde que desapareció, había pasado la última semana removiendo Tampa buscándola, contratando detectives privados cuando ya la policía se limitaba a mover la cabeza de un lado a otro con resignación.


— No me rendiré, mi vida. Te lo prometo —
murmuró con los labios rasposos a causa de la arena que empezaba a recubrir el interior de su boca con cada respiración—. Te esperaré siempre.


Con la vista nublada, abrumado por el cansancio, miró fijamente a las olas que rompían. Podía ver luces a lo lejos, barcos que pasaban por su campo de visión en la oscuridad de la noche. Parpadeó intentando mantenerse consciente, pero la oscuridad se apoderó de él y se rindió a ella. Sabía que no iba a irse de aquella playa esa noche. Quizás nunca lo haría. 


Quizás se quedaría allí hasta que muriera o hasta que Paula volviera a él.


La figura mojada, aterida, embarrada, yació inmóvil hasta el amanecer. Abrió los ojos en la madrugada con la esperanza de que todo lo que había pasado la semana anterior hubiera sido sólo un sueño. No lo era. Cuando se miró al espejo al día siguiente tuvo que admitir para sí que a veces no existían las segundas oportunidades. De vez en cuando, algo o alguien extraordinario aparece en tu vida y sólo hay una ocasión para hacerlo tuyo.


Desgraciadamente, él había sido un cobarde, con miedo a los cambios, y le habían quitado su alguien extraordinario antes de que pudiera reclamarla como suya. Por primera vez en su vida, Pedro Alfonso sentía remordimientos, algo extremadamente doloroso. En algún momento, debería de pasar examen a su vida y decidir si realmente necesitaba ser un robot que funcionase con una lógica y un control meticulosos, haciendo sólo lo que a su parecer era aceptable. Pero eso sería más tarde, cuando el dolor remitiese. Tristemente, ese día nunca llegaría.



No hay comentarios:

Publicar un comentario