jueves, 5 de julio de 2018
CAPITULO 21 (SEGUNDA HISTORIA)
Llevó la boca a la de Paula antes de que ella pudiera decir nada, ahogando cualquier protesta que hubiera podido salir de sus labios. Le importaba un huevo lo que ella dijera, no hacía más que reclamar lo que debía haber sido suyo años atrás. Quizás debería haber confesado todo la primera vez que volvió a verla, hacía un año, pero no se había acercado a ella temeroso de que hubiera un hombre en su vida, un hombre que fuera mejor que él. Ahora que sabía la verdad, que nunca había sido atesorada como debería haber sido, no la iba a dejar escapar.
Ella sabía a café con azúcar y a tentación y casi lo llevaba a la locura. Cubrió de besos su boca una y otra vez, como si marcara una propiedad, necesitando que olvidara a todo hombre, salvo a él. Le latía el pene y restregó la pelvis en el vientre de Paula, gimiendo de placer dentro de su boca, que lo recibió con fuego y con la promesa del éxtasis. Él deslizó sus brazos por detrás de ella, intentando acercarla más, sus pechos más apretados contra el suyo. ¡Dios!
Necesitaba más. Más de ella, más de su calor.
Ella gimió en la boca de él cuando Pedro embistió de nuevo, barriendo con su lengua la húmeda, cálida cavidad, ansioso de su dulzor, revolcándose en su aroma.
–Tengo que tenerte más cerca. Desnudos. Ya –carraspeó, tras separar precipitadamente su boca de la de ella.
–Alguien llama a la puerta. He oído el timbre –resolló Paula calladamente.
¡Mierda! Simon.
Miró el reloj, luego a Paula, verdaderamente tentado de ignorar el penetrante tono del timbre una vez más. Paula parecía tan preparada, tan relajada, tan dispuesta a que la penetraran que la frustración hizo que se tirara de los pelos.
–Lo olvidé. Es Simon. Continuamos luego –le dijo con una mirada enfebrecida.
Paula se sentó, empujándose delicadamente.
–No va a ser posible. Se quedan hasta el sábado, ¿verdad?
–¿Y qué?
A Pedro le importaba poco que ellos estuvieran en la casa siempre que Paula estuviera con él.
–No voy a dormir en tu habitación mientras que ellos estén aquí – le advirtió Paula amenazadora–. Esta es su boda, Pedro. No voy a hacer nada que dé que hablar. Este momento les pertenece y yo necesito tiempo para pensar.
Se pasó la mano por el pelo, pero solo consiguió que sus rizos parecieran más indomables. Los ojos de Pedro recorrieron su apariencia desaliñada con la satisfacción del macho.
–No tienes nada que pensar. Solo tienes que decir sí –replicó beligerante.
Paula saltó del sofá y se sujetó el pelo en una cola de caballo.
–Necesito mi goma.
Pedro la miró sardónico.
–Eso no suena como viniendo de la boca de una mujer. En la cocina. Voy a buscarla.
–No, yo la busco. Tú abre la puerta. Pobres Simon y Karen están esperando en los escalones probablemente preguntándose dónde estás.
–Estaba a punto de pasarlo como no lo he pasado en mi puta vida. En mala hora, hermanito –gruñó Pedro, dirigiéndose hacia la puerta.
Paula se rio tímidamente, cubriéndose los labios para silenciar el ruido.
–Necesito algunas cosas de casa. Y pilas nuevas –le dijo mientras se pavoneaba a lo largo de la habitación.
Pedro hizo un ruido animal, viéndola contonearse en dirección a la cocina. Ese dulce, insinuante, contoneo al caminar. Los glúteos embutidos en un par de vaqueros que nunca debió haberle pedido a David que comprara.
Eran demasiado provocativos, se ajustaban a sus formas quizás demasiado bien.
¿Pilas? ¿Para qué necesita …?
¡El consolador! Qué jodida. Sonrió con afectación mientras se dirigía a abrir la puerta.
Un tanto para Paula. Y no le importaba dárselo, porque, al final, pensaba ganar por un margen aplastante. Agarró el tirador, intentando colocarse la pungente erección antes de abrir la puerta e intentando exorcizar la visión de Paula dándose placer con el consolador.
–Esta me la vas a pagar, cielo –se susurró a sí mismo con una sonrisita mientras abría la puerta.
Pedro había esperado una eternidad a Paula, pero de repente no podía esperar más. Le habían dado una segunda oportunidad, y esta vez no se la iba a dejar escapar, porque nadie en el mundo la necesitaba más que él. Y nadie podría atesorarla tanto como él lo haría.
Resuelto a hacerlo, firme, como su erección, sonrió de oreja a oreja cuando recibió a Simon y a Karen en su casa.
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