lunes, 23 de julio de 2018

CAPITULO 30 (TERCERA HISTORIA)




Mirando nuevamente al frente, disfrutó simplemente del rumor de la poderosa máquina entrando en la carretera. No había ningún coche a la vista y, normalmente, no había ninguno hasta llegar a la autopista. El rancho estaba relativamente distante de Billings y el área estaba bastante despoblada.


— De cero a cien en menos de cuatro segundos —dijo Pedro hablando consigo mismo, conduciendo lentamente mientras contemplaba la carretera que tenía por delante y se acostumbraba a manejar el coche.— Bien, veamos, abuelo. Adelante. Pero cuidado con los ciervos —dijo Paula alegremente, más que preparada para que hiciera despegar el coche.


Pedro aceleró. El coche respondió con un rugido al tiempo que el motor lanzaba el coche por la carretera, como una bala; los caballos escondidos bajo el estilizado capó empujaban vertiginosamente el cuentakilómetros .


65 por hora.


80 por hora.


100 por hora.


— ¡Guau! Es verdad —dijo Pedro lo suficientemente alto para que Paula pudiera oírlo a pesar del viento y del rugir del motor.


Su mujer se limitó a dar un grito de alegría que lo animó a seguir acelerando hasta hacerlo sentir que estaba volando. Apretó el acelerador tanto como tener a su esposa al lado le permitía. 


Luego, cuando estuviera sólo, apretaría algo más. Pero no con quien era toda su vida al lado. 


Podría estar relajando sus costumbres, pero no era estúpido. Bajando la velocidad hasta poco más que el límite permitido, deseaba desesperadamente encontrar las palabras que quería decirle. No era el regalo del coche lo que le conmovía, sino el que quisiera hacerlo feliz.


— Gira aquí, a la derecha —le indicó Paula con
excitación.


Pedro no preguntó adónde iban. Seguía sin importarle. Giró a la derecha y Paula le fue dando direcciones a lo largo de unos cuantos giros hasta llegar a un área de descanso. Se bajó del coche y cogió a Paula por la cintura, cuando esta estaba a punto de saltar del descapotable, y la aupó por encima de la puerta, saboreando el contacto de su cuerpo. La dejó en el suelo, sin querer dejarla del todo.


— Este es uno de mis sitios favoritos. Quiero
que lo veas —le dijo Paula, cogiéndolo de la mano, entusiasmada, y llevándolo por una vereda.


Confundido, Pedro se dejó llevar, disfrutando de la vista que tenía delante.


No fueron muy lejos hasta llegar a una empinada cuesta que terminaba en una vista espectacular. Rodeado de árboles de hoja perenne, el promontorio ofrecía una vista perfecta de varias montañas y la sensación de que uno podía mirar hasta el infinito. Pedro vio la señal de peligro cuando se acercó a Paula, poniendo los brazos alrededor de su cintura. 


Miró hacia abajo, un acantilado de unos treinta metros bajo sus pies.


— Me encanta este lugar —dijo Paula serenamente—. Solía venir aquí cuando me sentía realmente sola.


La vulnerabilidad en su voz le dio un vuelco al corazón de Pedro.


— ¿Con cuánta frecuencia pasaba eso? —se preguntó en voz alta, descansado la cabeza contra su pelo, lamentando que Paula se hubiera sentido sola alguna vez. Él sabía cómo dolía eso.


— Todos los días —admitió con tristeza, cubriendo con sus manos las de él, que descansaban en su cintura, y suspirando aplacada—. No había un día que no pensara en ti.


Pedro intentó tragar el nudo que se había formado en su garganta, incapaz de poner en palabras exactas lo desolado que él se había sentido sin ella.


En su lugar, le dio la vuelta, le levantó la barbilla y la besó con ansia. Sabía a menta, a moca, a rocío, y Pedro se entregó a ella con abandono, paladeando todos sus sabores. Ella confundió su boca con la de él, dejando escapar un leve gemido que trastornó a Pedro. Besar a Paula era como beber sin jamás saciar su sed del todo.


Es mía.


Pedro estaba decidido a no echarlo todo a perder nunca más. Separando los labios, le habló con un ronroneo.


— Te quiero. Te he añorado tanto que me parecía que había dejado de vivir. Te necesito, Paula.


No más historias, no más pretender que no la ansiaba continuamente, que no deseaba hacerla suya a cada instante. No más huir. 


Nunca más. Ninguno de los dos.


Ella jadeaba.


— Tus besos son peligrosos— dijo bromeando, sonriente, dando un paso atrás.


Apenas terminó de hablar cuando el suelo empezó a desmoronarse bajo sus pies. 


Pedro se dio cuenta de lo cerca que estaba del precipicio y se abalanzó sobre ella, pero nada pudo evitar que Paula cayera, desapareciendo de su vista antes que pudiera agarrarla por el suéter.


Todo lo que oyó fue el grito horrorizado de su mujer. Luego, nada.


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