lunes, 23 de julio de 2018
CAPITULO 32 (TERCERA HISTORIA)
Paula miró la expresión de Pedro, de pasión, angustia y deseo, y sintió su cuerpo en llamas. A Pedro también le había subido la adrenalina, pero necesitaba desahogarse de manera completamente diferente.
Paula sintió un calor súbito en el vientre, sus necesidades respondiendo a las de él, y, repentinamente, los dos estaban desnudándose mutuamente, frenéticamente, queriendo acercarse más. La ropa cayó al suelo; los dos perfectamente conscientes que que podían haber muerto y nunca más experimentar esta cercanía.
— Estate quieta —le pidió Pedro bruscamente, sujetándole las manos sobre la cabeza, contra el árbol, completamente desnudos los dos.
Paula jadeaba con intensidad, su entrepierna humedecida al oír la autoritaria voz de Pedro.
Obedeció inmediatamente. Su cuerpo entero se distendió cuando clavó los ojos, con deseo de mujer, en la intensa expresión de Pedro. Su marido podría haber sido reacio a aceptar sus tendencias de macho alfa con ella, pero ahora su mirada posesiva, protectora y codiciosa no dejaba lugar a dudas.
Todos esos deseos de dominación se manifestaban en gloriosa abundancia en el ardiente, musculoso macho que tenía delante de ella, exudando testosterona por cada poro de su escultural cuerpo.
Su piel estaba arañada y sudorosa; las gotas de sudor le cubrían el rostro mientras que la sometía con sus ojos hambrientos.
— Necesito que me necesites —le dijo con voz grave, cogiéndole con una mano las muñecas mientras que con la otra le acariciaba un pecho, dibujando círculos con el pulgar alrededor de su pezón. Paula gimió, sus pezones duros e increíblemente sensibles; el menor toque sacudiendo sus terminaciones nerviosas.
— Te necesito. Tómame, Pedro. Te lo pido.
— ¿Sabes cómo me sentí cuando te caíste? — preguntó recriminándola, llevando su mano al otro pecho, pellizcándole ligeramente para luego
acariciarlo.
— Sí — exclamó Paula—. Igual que me sentí yo cuando te vi colgando del precipicio.
— Sentía que morías otra vez. —Pedro puso la mano entre los senos de Paula y la bajó lentamente hasta el vientre—. Y yo también morí por un momento.
Su voz era rasposa, pero su toque se sentía suave entre las piernas, con delicadez separando los labios vaginales y acariciándolos sutilmente. No era bastante y el cuerpo de Paula empezó a protestar. Sus caderas se empujaron adelante, necesitando más presión, más de él.
— Te necesito —dijo con deseo, gimiendo, mientras los dedos de Pedro le frotaban el clítoris, jugando con ella.
— No me basta, cariño. Te quiero más necesitada —le susurró al oído, mordisqueándole el lóbulo y pasándole la lengua alrededor—. Quiero que te corras. Porque sé que una vez dentro, no voy a durar. No esta vez.
Paula gimió en protesta, necesitando su contacto más que nada en el mundo. Pedro quería satisfacerla y ponía sus necesidades por delante de las de él.
Pero ella lo quería dentro, necesitaba estar unida, atada a él.
— Entonces hazme venir. Porque tengo que tenerte dentro ya —dijo en voz alta, sin importarle quién la oyera.
Pedro se estremeció, como si hubiera perdido el
control, y se lanzó a su boca, con los dedos jugando como cuando tocaba el piano. Fuertes, seguros, perfectos. Explorando encontró el clítoris abultado, necesitado de su atención.
Deslizó la mano arriba y abajo con un poderoso vaivén, mientras que su boca se clavaba en la de Paula, sin aminorar la presión, hasta que la hizo estallar en pedazos, todo su cuerpo sobrecogido con la explosiva intensidad del clímax
Separando su boca de la de ella, Pedro le soltó las muñecas y la levantó por detrás.
— Sujétate a mí con los brazos y las piernas — le ordenó, sin dejarla apenas tomar aliento antes de enterrarse dentro de ella con un alarido animal—. Nada entre nosotros esta vez. ¡Qué bien se siente!
Paula le puso las piernas alrededor de la cintura, los brazos alrededor del cuello, obediente, tragando aire cuando la penetró, enterrándose hasta los testículos. Pedro intentaba mantenerla separada del árbol para que no se hiciera daño en la espalda, pero a ella no podía importarle menos si se arañaba un poco. La sensación de tenerlo dentro era lo único que importaba y ella era demasiado apasionada para preocuparse por eso.
— Sí —lo alentó, pasándole la lengua por el cuello y mordisqueándole la piel, recreándose en su primitivo gruñido de aprobación mientras que él se retraía y volvía a entrar. Más duro, más fuerte, más profundo.
Paula jadeaba con cada acometida de su pene, sus caderas empujándole el clítoris, sensible, mientras la martilleaba golpe a golpe, cada embestida más frenética y furiosa que la anterior.
Sintió un orgasmo venir, incontrolado y enérgico, tan poderoso que la hizo gritar.
— Te quiero.
Pedro gimió y se estremeció al impulsar sus caderas dentro de ella, las paredes de su canal vaginal empuñándole el pene, ordeñándolo, al tiempo que ella se corría sin poder hacer nada para evitarlo.
Paula le agarró la cabeza y lo beso, gimiendo en su boca mientras que una ola de calor la recorrió como si se estuviera quemando. Se sintió ebria de placer y delirio cuando sus lenguas se encontraron y se entrelazaron de todas las maneras posibles, sus cuerpos meciéndose unidos, abrazados en un mundo que les pertenecía sólo a los dos.
Pedro la bajó con él al suelo, sobre la hierba. Paula encima de él, sin separar los labios, saboreándose mutuamente. Con una mano le acarició el pelo; la otra posesivamente sujeta a sus nalgas, con la mirada perdida, acariciándole con los dedos el tatuaje. Completamente abatida, Paula descansó la cabeza en el hombro de Pedro.
— Me hiciste pasar mucho miedo. No vuelvas a hacerlo —murmuró. Quiso poner convicción en su voz, pero estaba demasiado cansada.
— Cariño, si eso te provoca esta reacción, creo que lo haré todos los días —replicó Pedro con una risita viril.
— Me divorciaré de ti —declaró Paula sin
convencimiento.
— No. No lo harás —dijo él desafiante, acariciándole el pelo con delicadeza.
— ¿Cómo lo sabes? —preguntó ella impertinente.
— Porque me amas —le recordó él confiado.
— Sí. Eso es cierto. —Paula estaba tan rendida que no quería discutir. Tenía razón.
Pasase lo que pasase, siempre estarían juntos.
Creía que había sido una suerte de predestinación que le hubiera arruinado aquel traje, de otra manera nunca habría visto su destino escrito en aquellos increíbles ojos color miel—. ¿Te das cuenta de que estamos en público y desnudos? Esto no es bueno para tu imagen, ¿lo sabías?
— Tú mandaste mi famosa flema marca
Alfonso a la mierda cuando te conocí —se quejó Pedro—. Don Perfecto dejó de serlo.
— ¿Te importa? —preguntó Paula con curiosidad, queriendo saber si lamentaba haber perdido algo de su vieja imagen; el razonable, callado, respetable Pedro que solía ser.
Se echó hacia atrás para mirarlo a la cara.
La sonrisa feliz, pueril, de su rostro le dio un vuelco al corazón.
— Por supuesto que no. Empiezo a comprender que ser un mal chico es mucho más divertido.
La besó tiernamente y la levantó con él.
Se vistieron rápidamente, riéndose mientras se quitaban restos de hierba y hojas uno a otro. Pedro la cogió de la mano mientras terminaban de descender la pendiente y la ayudó a subir al coche.
Condujo al límite de velocidad de camino de regreso a casa. Paula bromeó diciéndole que conducía como un abuelo. Él le respondió que habían corrido suficientes riesgos por un día.
Ella sonrió. Pedro no era perfecto, pero casi.
Ninguna mujer podía ser más afortunada.
Reclinándose en la lujosa piel del asiento, Paula se convenció de que, después de todo el dolor y la angustia de los últimos años, Pedro y ella estaban por fin juntos, como tenían que haber estado siempre. Y si Pedro estaba con ella, no importa dónde, siempre se sentiría en casa.
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