miércoles, 29 de agosto de 2018
CAPITULO 17 (SEXTA HISTORIA)
«No puedo esconderme en el baño eternamente».
Sintiéndose mucho mejor después de la ducha, Paula ni siquiera se molestó en maquillarse ni en secarse el cabello. Todavía se sentía cansada por la resaca y no estaba emocionada por volver a enfrentarse a Pedro en ese preciso instante.
«Tengo que encontrar la manera de evitar que hable con mis hermanos. Hubo un tiempo en que era capaz de guardar un secreto. ¿Podrá hacerlo ahora?».
Le molestaba tener que ceder a sus exigencias, pero ya sabía que no iba a tener sexo con él.
¿Podría seguir confiando en él si le dedicara el tiempo y él no consiguiera lo que quería? ¿Tenía ella la suficiente fe como para creer que no la delataría a sus hermanos ni a nadie más? El problema era que aquel era un Pedro diferente del joven al que había conocido cuando era niña y que ni siquiera se parecía al hombre que había sacudido su mundo hacía meses con relaciones íntimas que ahora ansiaba.
«Entonces, ¿quién demonios es el verdadero Pedro Alfonso? ¿Y cómo he terminado casada con él?».
¿Cómo había podido permitir que sucediera eso?
«Estúpida, estúpida. ¿En que estaba pensando?».
El problema era que evidentemente no había estado pensando en absoluto. Estaba gravemente perjudicada por haber tomado demasiado alcohol. El encuentro accidental con Pedro en Las Vegas la había
dejado descolocada. No recordaba mucho después de que la llevara al bar del hotel para tomar una copa, pero recordaba su miedo a que descubriera sus secretos. Por eso había tomado una copa más —demasiadas veces— para relajarse.
Por alguna razón, era difícil imaginarse a Pedro emborrachándose tanto como para casarse con ella, pero evidentemente lo había hecho. Era un hombre a quien le gustaba el control; resultaba difícil imaginarlo renunciando a eso para terminar casado con ella.
Miró fijamente el diamante brillante en su mano izquierda. La enorme piedra le devolvió un guiño socarrón. Era bonita en su sencillez, un único diamante engarzado en un anillo grabado con delicados nudos celtas, aunque Paula sabía que la piedra grande y el diseño intrincado habían sido caros.
—Tengo que poner fin a esto —susurró ferozmente para sí misma. Bajo la mano a un costado. En realidad,no importaba cómo se había producido aquel matrimonio. Lo que importaba era lo rápido que podría conseguir que lo anularan y convencer a Pedro de que no revelara sus mentiras a sus hermanos.
Necesitaba volver a la empresa de dirigir su propia vida, aunque Pedro no la aprobara.
¿Por qué le importaba siquiera a Pedro?
Obviamente, quería acostarse con ella, pero ¿qué clase de chico —qué clase de multimillonario que podría tener a cualquier mujer que deseara— se casaba con una mujer como ella, aunque su cerebro estuviera temporalmente incapacitado? Sinceramente, no alcanzaba comprender por qué la amenazaba únicamente para pasar tiempo con ella.
Pedro podría hacer que prácticamente cualquier mujer se fuera a la cama con él al instante. ¿Por qué quería alargar ese error en un simple intento de tener sexo con ella, lo cual era inútil en cualquier caso? No iba a pasar.
«¡Avasallador, arrogante, sabelotodo!».
Tal vez se sintiera dolido y enfadado porque había averiguado que era una mentirosa, aunque ella no estaba segura de por qué. En realidad, sus mentiras no habían afectado a la vida de Pedro en absoluto, aunque lo cierto es que era amigo de sus hermanos. Quizás estaba mosqueado porque les había mentido y tal vez tenía una pequeña justificación si estaba defendiendo a sus amigos. Para ser sincera, probablemente siempre había sabido que algún día sus mentiras volverían a morderle el trasero. Simplemente no sabía que ocurriría exactamente así. No había nadie con quien quisiera estar menos en deuda que con Pedro.
«Él nunca lo entenderá».
Pero era aún menos probable que el hombre inflexible con el que acababa de chocar hacía poco rato comprendiera exactamente por qué necesitaba hacer lo que había hecho. A veces ni siquiera estaba segura de entenderlo por completo ella misma.
—Acaba con esto, Paula —dijo con vehemencia. Abrió la puerta del dormitorio y se obligó a volver al salón a largos pasos.
Pedro estaba entrando por la puerta cargado de bolsas blancas de papel.
—La cena —comentó con aire despreocupado—. No cocino bien.
Paula tomó unas cuantas bolsas y las posó sobre la mesa de la cocina.
—¿Tienes hambre? —Miró la enorme cantidad de comida y olvidó su enfado por un momento.
—Estoy hambriento —reconoció el con una sonrisa avergonzada—. Supongo que he pedido demasiado.
Su sonrisa la descolocó; el gesto se parecía tanto al viejo Pedro que le dio un vuelco el corazón. Paula se mordisqueó el labio inferior, concentrándose mientras intentaba descifrarlo, juzgar si realmente podrían hablar de aquello sin enfadarse o no.
A juzgar por la ingente cantidad de comida que había comprado, Paula tenía que reconocer que, ciertamente, Pedro se había entusiasmado. Sacó platos del armario y desenvolvió unas hamburguesas enormes, patatas fritas, setas fritas e incluso unas ostras de las Rocosas.
Cuando ambos se hubieron sentado, comieron en silencio; ambos se concentraron en su comida. Paula estaba famélica ahora que se le había calmado el estómago y no quería decir nada que trajera de vuelta al frío Pedro con el que había batallado antes. Parecía más relajado, más accesible. Paula alargó el brazo para tomar una ostra de las Rocosas y se la metió en la boca; casi gimió mientras masticaba.
Después de dar un sorbo a su refresco, le dijo a
Pedro:
—Son fantásticas.
Cuando él terminó de comer su segunda hamburguesa, estiró el brazo y tomó una ostra.
—El dueño de la hamburguesería me dijo que son una especialidad del restaurante. —Comió una y tomó otra—. Están buenas. Sé que en realidad no son ostras. Saben casi como a pollo. ¿Qué son? —se metió la segunda en la boca y le lanzó una mirada inquisitiva. Perversa, Paula esperó hasta que estuviera masticando para responder.
—Criadillas de toro. Testículos de ternero. De hecho, están buenísimas cuando se cocinan adecuadamente. No hay nada mejor que comerse unas pelotas recién frititas —le dijo de forma provocativa mientras tomaba otra ostra, se la metía en la boca y le lanzaba una mirada inocente.
«¡Punto!».
Paula contuvo una sonrisa al ver que Pedro casi se atraganta. Tomó su refresco y dio varios sorbos para bajar la ostra. Se le entrecerraron los ojos de aversión.
—Eso es asqueroso —gruñó—. ¿Por qué no me has avisado?
Ella se encogió de hombros sin inmutarse, pero estaba segura de que Pedro reaccionaría así. Cualquiera de sus hermanos había reaccionado exactamente de la misma manera.
—Eres un hombre que ha viajado mucho. ¿No pruebas la gastronomía local cuando viajas? ¿O simplemente te duele por el toro?
La mirada contrariada en su rostro no tenía precio. Paula ardía en deseos de tener la cámara en las manos. Obviamente, aunque estuviera dispuesto a comer cualquier cosa, ella suponía que el límite rayaba en las criadillas.
Ella había vivido en Colorado el tiempo suficiente como para acostumbrarse a masticar la especialidad poco común de las Rocosas. No había mentido cuando le dijo que estaban muy buenas si se cocinaban bien, y las otras que había comprado Pedro estaban increíblemente deliciosas… si te gustaban las criadillas.
—He comido toda clase de gastronomía local, pero hay algo muy malo en comer… —miró las ostras con el ceño fruncido—. Eso.
Paula echó a reír a carcajadas y casi roncó al ver una faceta divertida de Pedro que nunca había visto antes. Parecía un niño pequeño que no quería comerse los guisantes, lo cual hacía que sintiera verdaderas ganas de ir por su cámara. No estaba segura de que fuera a volver a ver esa mirada nunca y quería capturarla. Pedro Alfonso, engreído, seguro de sí mismo y tan guapo que hacía que se te derritiera la ropa interior, parecía un niño rebelde.
Empujó la caja con lo que quedaba hacia ella.
—No tiene ninguna gracia. Algunas cosas son demasiado personales como para comérselas.
Paula rió alegremente.
—Estoy segura de que también eran personales para el toro. Te duele por el toro. Entiendo que no viajas a Colorado muy a menudo.
—Rara vez. Y nunca me han ofrecido… eso.
Ni siquiera conseguía decir lo que eran en realidad, lo cual encantaba infinitamente a Paula.
—¿Por qué tengo la sensación de que mis hermanos se sentirían de la misma manera? —Paula sonrió. Evidentemente, los hombres sobrecargados de testosterona tenían un verdadero problema para comer criadillas.
—Lo harían —coincidió Pedro con una mueca—. Me dan ganas de poder enviarle unas a German sin que sepa exactamente lo que son.
—Reconócelo, si no supieras lo que estabas comiendo, te gustarían. Son bastante sabrosas. —Paula lo engatusó para que confesara que en realidad la especialidad local estaba buena—. Están aún mejor si tienes una salsa rosa picante, pero no te han dado.
—Pero sé lo que son. Y no puedo creer que mojes eso en una salsa. —Pedro lanzó una mirada descontenta—. Además, no me lo has advertido a propósito —terminó en tono acusador.
Había esperado intencionadamente hasta que comiera una porque quería ver su reacción. La había complacido más de lo que esperaba.
—Tal vez estuviera intentando vengarme de ti por amenazarme y por ser tan imbécil antes. Seguir casados más tiempo de lo necesario sólo es agravar un error estúpido.
La expresión de Pedro se volvió tormentosa.
—Tienes que haber querido el matrimonio, Paula. Estoy seguro de que no te obligué.
Por supuesto que no lo había hecho.
Obviamente, ella estaba absolutamente
de acuerdo con la idea. Ya no había tal cosa como los matrimonios de apuro, por un embarazo, y tenía que haber estado dispuesta —probablemente porque siempre había deseado a Pedro desesperadamente. Era evidente que sus inhibiciones se habían esfumado y había accedido de buena gana—. Me pregunto si te lo pedí yo. —Paula desearía saber qué había ocurrido exactamente.
—Quizás fuera una decisión mutua —dijo Pedro con indiferencia mientras se levantaba para tirar las cajas vacías, tomaba una tableta de chocolate del armario, arrancaba el papel y se comía la mitad de un bocado.
No era muy romántico, pero era muy posible que ella se lo hubiera pedido a él. Sin sus defensas habituales, podría habérselo suplicado. La mera idea hizo que se sonrojara, la cara ahora tan roja como su cabello.
Intentaba no pensar en su tiempo en Las Vegas, así que se puso en pie y ayudó a Pedro a limpiar la mesa.
—Entonces, ¿cómo crees que conseguimos los anillos?
—Imagino que los compramos como cualquier otra pareja que va a casarse —dijo él con aire despreocupado. El envoltorio del dulce fue a la basura porque ya se había terminado toda la tableta de chocolate con leche—. ¿Te gusta lo que compramos? —Hablaba en tono informal, pero oyó una nota de indecisión, una ligera duda en su tono.
Paula suspiró.
—Son preciosos. Pero no es como si fuéramos a llevarlos. —Giró el anillo que no estaba acostumbrada a llevar en el dedo y empezó a quitárselo.
—Déjalo —exigió Pedro volviéndose hacia ella—. Por ahora —añadió con voz grave y ronca.
Paula se lo dejó en el dedo. ¿Qué importaba? Se lo quitaría tarde o temprano, aunque le resultaba extraño que Pedro todavía llevara el suyo y que no quisiera que Paula se quitara el suyo.
—¿En qué estábamos pensando? —Seguía jugueteando con el anillo en el dedo, nerviosa.
No era muy propensa a hacer locuras por impulso y estaba segura de que Pedro tampoco lo era. Era la clase de hombre que lo sopesaba
todo, que tenía en cuenta los pros y los contras.
No se había convertido en multimillonario por no usar la cabeza.
Pedro la arrinconó junto a la mesa de la cocina, apoyó las manos a ambos lados de Paula y la miró con unos ojos azules turbulentos que hicieron que ella sintiera un escalofrío.
—Estoy seguro de que la cabeza sobre los hombros no estaba pensando. Mi pene probablemente estaba contemplando felizmente las consecuencias en ese momento y completamente a cargo. —Pedro se inclinó hasta que Paula sintió su aliento cálido contra los labios—. Tal vez no estuviera dispuesto a verte casada con nadie más que conmigo.
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