lunes, 17 de septiembre de 2018

CAPITULO 24 (SEPTIMA HISTORIA)




El líder le dio un apretón castigador en el brazo y, cuando ella dio un tirón para alejarse, él la agarró por el pelo y desprendió el broche que le retiraba los mechones rebeldes de la cara. Ella hizo una mueca de dolor cuando él tiró con fuerza para llevarla delante de él, y luego le empujó el cráneo.


—Agáchate. Ahora vas a chupármelo. Si haces algo que no me siente bien, tu novio está muerto.


«¿Novio? ¿No sabe que Pedro es hermano de Marcos?», pensó Paula. Hablaba muy poco árabe, por lo que no había podido distinguir la rápida conversación que Marcos mantuvo con los terroristas. Aunque aquel hombre obviamente hablaba un poco de inglés, no sabía si los otros lo hablaban.


«Nadie más que yo oyó la conversación de Marcos con Pedro. Es extraño que no identificara a Pedro como a su hermano».


Paula cayó de rodillas mientras el cabrón le tiraba del pelo y la forzaba a bajar la cabeza con la otra mano. Ella sintió una arcada con solo pensar en meterse en la boca el pene de aquel cabrón asesino. Luchar formaba parte de su naturaleza, pero estaba en juego la vida de Pedro y él ya estaba herido. Haría cualquier cosa que tuviera que hacer para ganar tiempo, aunque en aquel momento prefiriera clavarle el cráneo en las pelotas con toda la fuerza que tenía.


El hombre se bajó la bragueta de los pantalones torpemente con una mano mientras mantenía firme a Paula envolviéndole el pelo con la otra garra fornida.


—¡Paula, maldita sea, no! —gritó Pedro. Se movió para levantar la pierna y derribar al torturador de Paula.


No llegó a tiempo. Hicieron falta los otros tres hombres para tirar de Pedro hacia atrás antes de que pudiera arrojar al suelo al peligroso jefe con una patada rápida. Pedro estaba preparado para ejecutar el movimiento, pero tiraron de él justo antes de que pudiera balancear la pierna.


Paula no vio la mano que se dirigía hacia su rostro porque tenía la mirada clavada en Pedro; el hombre frente a ella le dio una fuerte bofetada en la mejilla.


Se le saltaron las lágrimas del dolor punzante y se inclinó hacia un lado. Incapaz de mantener el equilibrio con las manos atadas, se desplomó de lado en el suelo de hormigón, solo para que volvieran a tirarle del pelo hasta ponerla de rodillas unos segundos después—. Muévete otra vez y ella será castigada por ello — gruñó el líder. Lanzó una cruel mirada de advertencia a Pedro.


A ella la cabeza seguía dándole vueltas y veía borroso por el fuerte golpe que había recibido en la cara. Al caer, se había golpeado el cráneo con el hormigón, lo cual la había aturdido aún más. Paula miró fijamente el pene erecto delante de su rostro, casi contenta de ver borroso.


«No lo pienses. Hazlo y ya está. Si vomito sobre él mientras me obliga a chupárselo, no puede culparme por ello. Solo necesito tiempo. Solo un poco más de tiempo y sé que el equipo desplegado alrededor del aeropuerto entrará. Tengo que mantener con vida a Pedro», se dijo Paula.


—Juro a Dios que te cortaré el pene y te lo meteré por el pescuezo si no la sueltas —gruñó Pedro.


—¿Qué demonios está pasando aquí fuera? —la voz de Marcos resonó desde el otro extremo del almacén.


«Mantenlos contentos a todos, solo un poco más».


El captor de Paula volvió a tirarle del pelo para atraer su cara hacia su entrepierna, y ella hizo un esfuerzo por no vomitar.


Entonces, de repente estaba libre, liberada en una lluvia de disparos que le hizo golpear el suelo, esta vez a propósito. Volvió la cabeza, aterrorizada de mirar a Pedro, pero tenía que saber si seguía con vida.


Pedro estaba libre, y no solo estaba vivo, sino que obviamente había agarrado una de las pistolas de los hombres y había desarmado a los otros dos. Tenía el arma que había enviado una lluvia de balas directamente a su atacante, el hombre que yacía muerto en el suelo a no más de un metro y medio de ella.


Jadeaba y evidentemente estaba furioso, la mirada de acero mientras veía a Marcos y a los otros dos hombres volar fuera del almacén. Ambos hombres del lado de Marcos vacilaron y recogieron las pistolas que les habían quitado a ella y a Pedro.


Dos de las armas que tenían eran las pistolas de Paula, así que ella sabía que ambas estaban completamente cargadas.


—¡FBI! ¡Soltad las armas! ¡Ahora! —La voz masculina vociferante llegaba desde la entrada.


«Gracias a Dios. Por fin ha llegado el equipo al hangar», pensó Paula.


El hombre que había agarrado su Glock 23 la levantó hacia la voz resonante y los disparos resonaron ferozmente en el edificio cavernoso.


Pedro corrió y se lanzó encima de ella, cortándole la respiración mientras protegía su cabeza con los brazos. Paula se quedó anonadada cuando se dio cuenta de que estaba protegiéndola a ella con su cuerpo, asegurándose de que no la alcanzara ninguna bala perdida.


El tiroteo se detuvo repentinamente. El hombre armado con su Glock yacía en el suelo, muerto. Los otros hombres levantaron las manos por encima de las cabezas, rendidos.


—¿Agente Chaves? —preguntó uno de los agentes.


—Aquí —contestó ella en voz alta—. No dispares al hombre que está encima de mí. Es uno de los buenos y está herido. Por favor, ayúdalo. —Su voz sonaba desesperada. Pedro estaba cubierto de sangre y toda era suya.


—Estoy bien —le dijo Pedro en voz baja al oído—. ¿Estás bien, nena?


Él estaba bien, pero en ese momento distaba mucho de estar sano. Paula podía oír el dolor en su voz, pero él no iba a mostrarlo.


—Estoy bien —le tranquilizó mientras Pedro se ponía en pie y la levantaba con delicadeza para desatarle las manos rápidamente.


—Estás sangrando y el cabrón te golpeó tan fuerte que te ha dejado la marca de la mano en la cara —respondió, enfurecido. Le tocó la mejilla suavemente con un dedo y le secó un poco de sangre.


Paula miró al hombre muerto.


—Lleva un anillo. Creo que sólo me pellizcó la piel —dijo ella sin darle importancia mientras estiraba los brazos para rasgarle la camiseta y echar un vistazo a su herida.


Pedro tenía la camiseta y la cara empapadas en sangre, y tenía manchas grandes en los pantalones. También había unos cuantos charcos en el suelo.


—Has perdido mucha sangre. Necesitas ayuda. —Paula puso una mano firmemente sobre el corte que estaba justo entre el pecho y la clavícula, y presionó tanto como pudo la herida de arma blanca para detener el sangrado.


Usó la otra mano para contrarrestar la presión sobre su espalda.


Uno de los agentes del equipo se corrió hasta ellos.


—Creo que los tenemos a todos contenido, agente Chaves. ¿Había siete en total? 


—Sí. Incluyendo al tipo muerto en el suelo. El uso de fuerza letal era necesario —le dijo Paula en tono formal al agente alto y de pelo oscuro que parecía tener treinta y pocos años—. Éste es Pedro Alfonso. Es de las Fuerzas Especiales y me ayudó. Necesita atención médica. Fue apuñalado por uno de los perpetradores.


—¿Necesita que lo llevemos al coche, Sr. Alfonso? —preguntó el agente al darse cuenta de repente de la cantidad de sangre que había perdido Pedro—. Lo llevaremos al hospital—. El agente miró a Paula—. Parece que tú también
necesitas que te echen un vistazo. Tienes la cara echa un desastre.


Pedro gruñó.


—Nadie me lleva a menos que me muera o que esté muerto. Ahora mismo, no me ocurre ninguna de las dos cosas—. Puso un brazo protector alrededor de Paula—. Vámonos.


Ella puso los ojos en blanco.


—Estoy intentando mantener la presión aquí —le dijo enfadada mientras su abrazo protector hacía caer sus manos, que mantenían la presión en su herida.


—Está bien. Quiero que un médico te vea las heridas. Vamos al coche — gruñó mientras la conducía hacia la entrada. El agente iba justo detrás de ellos.


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