sábado, 8 de septiembre de 2018

CAPITULO 52 (SEXTA HISTORIA)





Una semana después, Paula entró cojeando al dormitorio de la casa de invitados, curiosa por ver de dónde provenía todo el ruido que oía desde el salón. Había estado trabajando en sus fotografías con su ordenador, pero los golpes interesantes que provenían del dormitorio la habían intrigado.


Su tobillo estaba mejor, aunque Pedro se pasaba la mayor parte del tiempo llevándola en brazos. A ese ritmo, la mimaría durante el resto de su vida. No se trataba de que ella no disfrutara de sentirse atesorada, pero lo echaba de menos y quería quitarse la ropa interior cada vez que lo miraba. Por desgracia, él no lo aceptaba, temeroso de hacerle daño en el tobillo si hacía cualquier otra cosa aparte de darle un beso tierno, y la sostenía como si fuera tan frágil como el vidrio soplado.


Dios, lo amaba. Pedro cuidaba de ella por completo, pero Paula necesitaba que la tocara y necesitaba tener sexo con él o se moriría de frustración.


Al día siguiente volverían a Nueva York. Pedro necesitaba ocuparse de unos negocios allí. Le preocupaba que pudiera ser infeliz en la ciudad, pero ella le aseguró que siempre y cuando estuvieran juntos, se sentiría feliz y contenta. Él tenía un trabajo que hacer, responsabilidades, y a ella le parecía perfecto vivir en su ático durante un tiempo. Pedro había decidido que no quería vivir allí permanentemente y a Paula le parecía bien. Lo seguiría prácticamente a cualquier lugar. 


Todavía tenían el apartamento de Paula en Aspen para escaparse y ella tenía su encantadora casa en Amesport, Maine. La idea de Pedro era formar su hogar en Amesport y acabar viajando a Nueva York únicamente para hacer negocios.


Paula se sentía exultante, entusiasmada de volver a vivir cerca de German. Le gustaba mucho Emilia y sabía que haría nuevos amigos allí a través de German y de Emilia. Estaba más que dispuesta a vivir allí durante la mayor parte del año, cuando Pedro hubiera concluido algunas cosas en Nueva York. Algo le decía que a él también le gustaría estar más cerca de su madre y de German.


Sus pies dieron con la lujosa alfombra del dormitorio y asomó la cabeza al cuarto de baño. Pedro estaba parado frente al espejo del baño. Había estado colgándolo.


—¿Deshaciéndote de las pruebas traviesas? —
le preguntó alegremente.


—¿Por qué te has levantado de la silla? —Se volvió y le lanzó una mirada severa.


—Porque necesito caminar de vez en cuando y ya no me duele al apoyar el peso sobre el tobillo. —Examinó el espejo y después fue a la cama para mirar bajo el dosel—. Se ve bien. Yo no me daría cuenta —dijo con una risita.


—Te dije que era bueno con las herramientas. —sitúa detrás de ella para abrazarse a su cintura.


Volviéndose, ella se abrazó a su cuello.


—Eres un hombre con muchos talentos. Se te dan bien muchas cosas. —«Eres fantástico haciéndome llegar al orgasmo. Por favor, hazlo».


Acabada su paciencia, Paula tomó la iniciativa y le desabrochó la camisa.


—Paula. Es demasiado pronto. —Gimió y tomó las manos errantes de ella entre las suyas—. No quiero hacerte daño.


—Ya me duele. —Se llevó una de las manos de Pedro entre los muslos—. Me duele de anhelo y nadie puede arreglar eso excepto tú. Fóllame, Pedro. Ya no puedo esperar más.


—Joder —gruñó él—. También es duro para mí, Paula.


Ella bajó el brazo y acarició la erección de Pedro por encima de sus pantalones.


—Ya veo que es duro… —murmuró en tono seductor—. Puedo arreglar eso. —Se zafó de su mano y terminó de desabrocharle la camisa—. Por favor. Estoy bien. Te necesito.


Pedro le clavó las manos en el pelo.


—No quiero acostarme contigo, aunque me encanta cuando me hablas sucio. Quiero hacerte el amor, cariño.


—Yo también quiero eso —le confió. Con la camisa abierta, ahora Paula empezó a darle besos húmedos en el torso—. Quiero tocarte.


Pedro se quitó la camisa de un tirón y gimió.


—Entonces, tócame. Solo avísame si te hago daño.


El sexo se le inundó cuando recorrió su pecho musculoso con las palmas, sus bíceps fuertes y su espalda. Se sentía como un pecado ardiente y duro, y ella ya estaba temblando de deseos de tenerlo dentro.


Paula se llevó las manos a los pantalones de Pedro y se peleó con los botones hasta que todos estuvieron desabrochados. Pedro se los bajó y se llevó los bóxer con ellos. Se los quitó antes de echar mano a la camisa de verano de Paula. Ella alzó los brazos obedientemente, lista para estar desnuda y sentirlos piel contra piel.


—Parece que ha pasado una eternidad —le dijo con un lamento.


—Lo sé —respondió él bruscamente—. Y solo ha pasado una semana.


Paula tiró del cordón de sus pantalones cortos, se contoneó para bajárselos con la ropa interior y dejó que Pedro se los quitara de los pies con delicadeza.


Él la recostó suavemente sobre la cama.


—He quitado el espejo —le recordó al situarse entre sus muslos abiertos.


Ella le rodeó el cuello con los brazos.


—No lo necesito. Ya lo sabes. Hazme el amor como quieras, PedroNecesito sentirte dentro de mí.


Se estremeció cuando Pedro colocó su cuerpo sobre el suyo, aliviada cuando su piel desnuda conectó finalmente. Tenía los pezones duros y el pecho de Pedro le raspaba las puntas sensibles.


Paula dejó escapar un suspiro de placer; el tacto y el aroma de Pedro guiaban su deseo. 


Enredando las manos en su pelo, jadeó:
—Te amo.


Pedro cerró los puños en el cabello de Paula; su boca recorría cada centímetro de la delicada piel de su cuello y se detuvo para sacar la lengua y saborear su piel.


—Te amo —respondió él, la voz apagada contra la garganta de Paula.


Se tomó su tiempo, recorriéndole los hombros con los labios hasta llegar a sus pechos. Tomó uno de los pezones duros entre los labios, adorándolo con la boca antes de rendirle homenaje al otro. Paula gimió mientras sostenía su cabeza contra los senos, necesitada de más, necesitada de él.


Pedro. Por favor. —Paula no iba a ser capaz de aguantar la forma en que la excitaba durante mucho tiempo.


Ascendiendo por su cuerpo con cuidado, su mirada tempestuosa y codiciosa le Recorrió el rostro antes de que Pedro bajase la boca hasta sus labios.


Paula le acarició el cuello con los dedos y descendió por su espalda; recibió su beso con la misma urgencia que mostraba él. Sus lenguas se entrelazaron y se enredaron, fundiéndolos en uno. Ella gimió con el éxtasis de estar en esa postura íntima, los dos unidos. Se abrazó con las piernas a sus caderas y se levantó contra él, impaciente por sentirlo unido a ella.


Apartando su boca de la de Paula, con el pecho jadeante, Pedro le dijo con ternura:
—Despacito, cariño. —Le sujetó las manos por encima de la cabeza y las sostuvo con fuerza. Pedro la miraba con posesividad, los ojos azules remolinos turbulentos—. Mía. Me perteneces. —Aunque su tono era codicioso, también sonaba maravillado, incrédulo.


—Siempre —susurró ella, sintiendo el deseo de Pedro junto con el suyo—. Hazme el amor, Pedro —Le encantaba su posesión autoritaria en la habitación, que redoblaba su deseo y excitaba su cuerpo hasta hacerla sentirse como si fuera a arder en llamas.


Pedro estiró una mano entre ellos mientras sostenía las muñecas de Paula con la otra y le recorrió los pliegues empapados y tórridos. Siseó cuando le encontró el clítoris.


—Eres tan receptiva, estás tan húmeda por mí.


—Solo por ti —lo alentó ella, que lo quería dentro de su cuerpo.


—Me encanta la manera en que tu cuerpo responde a mí —le susurró con voz sensual cerca de la sien. Su aliento cálido le sopló seductor al oído.


Paula gritó cuando Pedro le estimuló el clítoris. 


Primero su dedo pulgar rodeó la palpitante masa de nervios y después rodó sobre ella sin la suficiente presión. Pedro le soltó las muñecas para agarrarle el trasero.


Ella le arañó la espalda con las uñas de los dedos y le clavó los talones en el trasero para obligarlo a actuar.


—Márcame —gruñó él—. Dios, me encanta eso. Hazme tuyo, Paula. Siempre he sido tuyo.


Sus palabras la excitaron y Paula gritó su nombre mientras él embestía en su vaina con fuerza y se enterraba hasta la raíz del pene.


—Sí —ronroneó ella mientras le clavaba las uñas en la espalda—. Oh, Pedro. Te siento tan bien.


—Yo te siento increíble, cariño. —Gruñó él. Su pene entró y salió con una embestida poderosa, ahora con ambas manos en el trasero de Paula para mantenerla justo donde la quería. La levantó para que lo recibiera a cada embestida; sus pieles se entrechocaban con la fuerza de su unión.


Paula gimió, tocó cada centímetro de Pedro que pudieron encontrar sus dedos, se movió por su espalda, bajó hasta su trasero prieto, se lo agarró y lo instó a que la tomara más duro, más rápido.


Pedro cambió de postura y entraba y salía de su vagina con ímpetu, estimulándole el clítoris.


—Sí. Por favor —suplicó. Su cuerpo se estremeció, el deseo le atravesó el vientre directo hasta el sexo.


—Te quiero, nena. Vente para mí —exigió—. Sus embestidas eran más profundas, más rápidas. Se inclinó hacia delante y capturó la boca de Paula; la lengua le atravesaba los labios imitando las fuertes y rápidas caricias que le hacía con el pene.


«Te quiero. Te quiero. Te quiero».


Las palabras resonaban en su mente cuando su cuerpo llegó al orgasmo y Paula se agarró a Pedro mientras perdía el control y su sexo se contraía en torno a su miembro. Paula gimió en su boca y sintió el gemido que le respondía.


Llegó al clímax así, la boca fundida con la de Pedro. Su pene la penetraba mientras ella palpitaba en torno a su miembro haciendo que él encontrase su propio orgasmo.


Pedro separó su boca de la de Paula y dejó que su cuerpo descansara sobre ella como si no quisiera que se separasen. Paula sentía su corazón golpeándole los pechos y ambos intentaron recobrar el aliento mientras seguían allí tumbados, anonadados y saciados.


—Mierda. Peso demasiado para ti —dijo Pedro contrariado. Rodó hasta quedar al lado de Paula y la atrajo suavemente encima de él—. ¿Tu tobillo está bien?


Paula ni siquiera sentía el tobillo. Su cuerpo estaba tan saciado y su mente tan en paz que no podría sentir un dolor minúsculo en la pierna.


—Está bien. —Jadeó y le acarició la áspera barba de tres días en la mejilla.


Se sentía abrumada, las emociones desatadas. 


El rostro se le inundó de lágrimas mientras decía con la voz entrecortada:
—Te quiero tanto.


—Cariño, ¿qué pasa? —Pedro se despejó de inmediato. Puso las manos a ambos lados de su cabeza para poder mirarla.


—Soy feliz —sollozó ella—. Soy tan condenadamente feliz. No sabía que podía ser así. —Solo había conocido el sexo como un acto violento hasta Pedro—. Eres increíble.


Él le secó las lágrimas delicadamente y colocó la cabeza de Paula sobre su pecho.


—Siempre debería ser así. Odio lo que sufriste, Paula —le dijo bruscamente, con intensidad, la voz llena de dolor.


Alzando la cabeza, ella lo miró con ternura.


—No. No pienses en el pasado. Piensa en lo felices que somos ahora. Me alegro de haber sobrevivido o nunca tendría esto. No te tendría a ti.


—Desearía que me hubieras tenido y así no habrías tenido que sufrir todo aquello —respondió él con tono áspero y lleno de emoción.


Paula sabía que Pedro tardaría un tiempo en no pensar en el suceso todos los días, pero con suerte cada vez pensaría menos en ello.


—Ahora eso está en el pasado. Gracias a ti, soy una mujer diferente de la que era hace unas semanas.


—Siempre has sido la misma mujer, Paula. Y siempre has sido mía. —Sus brazos la estrecharon con más fuerza y sintió que su cuerpo grande se estremecía.


Con el tiempo, Paula se sentía optimista con respecto a que Pedro superaría lo que le había ocurrido. Todos los días mejoraba y la experiencia abandonaba su mente casi por completo cuando la reemplazaban recuerdos de Pedro. Con el paso del tiempo, le recordaría todos los días lo feliz que la hacía, cuánto lo amaba y esa horrible experiencia se desvanecería. Tendría que hacerlo. Nadie podía experimentar tanta dicha sin que esta apartase los malos recuerdos tarde o temprano.


—Tienes razón. Siempre he sido tuya. —El corazón se le hinchó de amor mientras le acariciaba la mejilla con el dorso de la mano para después enterrarla en su bonito pelo áspero que decía «fóllame».


La verdad era que Pedro había tenido su corazón desde que podía recordar, primero como su niño-héroe y después como hombre. Nunca había creído mucho en el destino, pero tenía la sensación de que estaba destinada a que su sitio estuviera con Pedro desde que era niña. Solo necesitaba crecer.


—Me alegro de ser adulta ahora —dijo con un suspiro de felicidad.


—Gracias a Dios —se hizo eco Pedro—. Estaba cansándome de esperar.


—Podrías haberte casado con otra —bromeó.


—No hay otra mujer para mí —gruñó, pero mientras le enredaba los dedos en el pelo con delicadeza.



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