domingo, 10 de junio de 2018

CAPITULO 12 (PRIMERA HISTORIA)





Durante los siguientes seis días Paula descubrió que convivir con Pedro era fácil… siempre y cuando le dejara salirse con la suya. Le daba rabia su actitud autoritaria y las estratagemas que empleaba con el fin de dominar todas las situaciones, pero no podía negar que era un hombre generoso, hasta el punto de que habían tenido varias discusiones y rabietas por todo el dinero que se gastaba en ella: ropa, un portátil, un iPhone, un iPod, un iPad… A Pedro le encantaba todo lo que empezara por «i», y compraba todo lo que consideraba esencial para el bienestar de Paula. Ella se había armado de paciencia y había intentado explicarle más de una vez que ya vivía bien antes de tener todas esas cosas, pero Pedro se limitaba a responder con gruñidos y no tardaba en aparecer con otro artículo que a él le parecía imprescindible y a ella, innecesario.


La única batalla que Paula había ganado era que no le comprara un coche.


Se había negado en redondo y había insistido en que prefería coger el autobús. En realidad, esa batalla tampoco la había ganado, pues la única razón por la que Pedro había cedido en esta discusión era que su chófer — un hombre encantador que se llamaba James— la llevaba y la recogía de las clases y las prácticas todos los días. A pesar de que James estaba a disposición de Pedro a cualquier hora este iba cada mañana a la oficina en un Bugatti Veyron. 


La primera vez que Paula vio aquel coche tan elegante y lujoso casi se atraganta. Estaba impresionada porque hasta entonces solo lo había contemplado en fotos, pero Pedro se limitó a encogerse de hombros y a comentarle que Samuel tenía otro, pero que el de Samuel era más nuevo, un dato que parecía irritarle. Paula puso los ojos en blanco y se marchó. En el fondo era como un niño…, solo que tenía más dinero —mucho más dinero — y que sus juguetes eran muchísimo más caros.


El sábado a primera hora Nina —otra empleada de la casa que le había caído bien a Paula desde el primer momento— le trajo ropa nueva. La asistente personal de Pedro no venía sola, sino acompañada de una fila de cachas que cargaban con bolsas y más bolsas de ropa que obviamente no habían sacado de un Walmart ni de ningún hipermercado del estilo.


Llenaron un vestidor entero con aquellas prendas de diseño que Paula seguramente no se pondría en la vida. Por el amor de Dios, ¡hasta los vaqueros eran de un diseñador de renombre! Todas las prendas le quedaban como un guante. 


Pedro había sacado la ropa manchada de su mochila para ver qué talla tenía. El incidente de la ropa fue el primero de muchos episodios en los que Paula se dio cuenta de que Pedro siempre hacía todo a lo grande.


Al ver el dinero que había transferido a su cuenta corriente se negó en redondo. ¿De dónde diablos habría sacado el número de su cuenta? Una vez más Simon se limitó a encogerse de hombros y a pedirle que le avisara cuando necesitara financiación adicional. ¿Financiación adicional? 


¡Le había hecho una transferencia de cien mil dólares! 


Cuando Paula consultó el remanente de su cuenta casi le da un paro cardiaco. Hasta ese momento su saldo solía ocupar un solo dígito y, de pronto, aquella cuenta se había convertido en una fuente inagotable de dinero. ¿Cómo iba a gastar nadie tanta pasta en unos pocos meses? Paula intentó devolverle la mayor parte del dinero porque tener tal cantidad en su cuenta la abrumaba un poco y sus necesidades, que eran muy básicas, ya estaban más que cubiertas gracias a su particular rey mago. Pedro masculló algún juramento, murmuró algo de que era una cabezota e hizo caso omiso de su petición. 


Ella acabó poniendo el grito en el cielo y marchándose resignada, cuchicheando algo sobre un hombre arrogante y terco. Al salir de la habitación oyó una risita sofocada, pero se resistió a echar la vista atrás para comprobar si Pedro estaba sonriendo.


En realidad le alegraba que por lo menos se lo pasara bien con ella, porque era incapaz de encontrar algo en lo que echarle una mano, y la mayor parte del tiempo se sentía culpable por aprovecharse de su generosidad.


Como las limpiadoras venían una vez a la semana, lo único que podía hacer Paula era cocinar y disponía de tiempo de sobra para realizar esa tarea. Aunque preparar platos y postres era prácticamente lo único en lo que podía ayudar, cada vez que le hacía la cena Pedro reaccionaba como si
hubiera llevado a cabo un gran esfuerzo equiparable a salvarle la vida. Al parecer él jamás cocinaba y, cuando estaba en casa, sobrevivía a base de sándwiches, pues nunca había querido contratar a un cocinero a tiempo completo. Nina se ocupaba de comprar la comida, una tarea de la que ahora, para gran alivio de su asistente personal, se encargaba Paula. Nina estaba harta de recibir semana tras semana la misma lista de la compra, que limitaba la dieta de Pedro a comidas preparadas y bocadillos. La diminuta mujer, que debía rondar los sesenta años pero que se conservaba muy bien, había exclamado entusiasmada «¡Aleluya, por fin, comerá como Dios manda!», y le había entregado a Paula la lista de la compra.


Cuando Paula terminó de estudiar, cerró el libro de enfermería, se tumbó sobre el colchón y se dejó rodar por la gigantesca cama del cuarto de invitados hasta que se quedó mirando al techo.


Pensó que debería preguntar a Pedro qué le apetecía para cenar, aunque ya sabía su respuesta: «Lo que sea mientras no haya que cocinar».


Pedro solía pasar las mañanas en la oficina y las tardes en la sala de informática que tenía instalada en el piso superior. 


El dúplex era tan grande que Paula se preguntaba si algún día sabría llegar de una estancia a otra sin perderse.


Se levantó de un brinco de la cama y, al pasar por el elegante salón, se quedó contemplando la vista que le ofrecía el gran ventanal. El ático era el piso más grande de todo el edificio y desde allí se veía la ciudad en su máximo esplendor. 


Todas y cada una de las luces de Tampa parecían rendirse a los pies de Paula. Qué maravilla poder disfrutar cada noche de esa espléndida vista. Ojalá Pedro reservara algún momento para hacerlo, pero parecía estar obsesionado con algún proyecto, pues solo salía de la sala de informática para cenar y no tardaba en volver a toda prisa a sentarse frente al ordenador.


Paula temía que la estuviera evitando y la idea de que quizá se estuviera ocultando en su propia casa la hacía sentirse culpable. No habían vuelto a mencionar lo que había ocurrido en la cocina hacía seis días. Guardaban cierta distancia, se trataban con cortesía y mantenían conversaciones triviales durante la cena.


Mientras subía la escalera negra de caracol, admitió para sí misma que en el fondo lo que quería era pasar más tiempo con él. Como había estado tan ocupada entre el trabajo y los estudios nunca se había sentido sola, pero, ahora que tenía tanto tiempo libre por las tardes y que, cuando terminaba de estudiar, lo único que podía hacer era leer o ver el gigantesco televisor de Pedro, todo había cambiado. Tener tiempo para uno mismo estaba muy bien, aunque cada noche que pasaba allí se sentía más sola. Al menos antes tenía la compañía de clientes y empleados.


Al llegar al final de la escalera giró hacia la izquierda en dirección a la sala de informática. 


«¿De qué me quejo?», se preguntó enfadada consigo misma. Tenía a su alcance todo tipo de lujos, todo lo que pudiera necesitar, vivía en una casa de ensueño y el dinero había dejado de ser una preocupación, pero, a pesar de que ya debería bastarle con tener un techo y un sinfín de comida que llevarse a la boca, se lamentaba porque quería que Pedro le hiciera más caso.




1 comentario: