miércoles, 20 de junio de 2018
CAPITULO 39 (PRIMERA HISTORIA)
Después de su conversación con Samuel todo había cambiado y todo seguía igual. Se alegraba mucho de que Pedro no hubiera tenido una aventura con la rubia de la fiesta, pero eso no solucionaba el problema: seguía estando pillada por un hombre que no estaba interesado en mantener relaciones a largo plazo, por lo que tenía dos opciones: sufrir ahora o acabar hecha polvo más adelante. Pedro era un buen hombre y Samuel le había dicho que ella le importaba. Puede que fuera cierto, pero no era suficiente.
«Vuelve a casa, por favor».
Esa frase de la carta de Pedro le retumbaba en la cabeza y sentía como si un puño le apretara el corazón y le impidiera respirar. ¡Madre mía!
Lo que daría por volver a casa junto a Pedro.
Habían iniciado… algo. Sabía que se había ganado su confianza porque le había dejado tocar su piel desnuda, ver sus cicatrices y follar sin ataduras. Ojalá tuviera el valor necesario para seguir ayudando a Pedro a librarse de su pasado, pero Paula tenía un instinto de supervivencia muy desarrollado que la forzaba a alejarse de los peligros y que le repetía una y otra vez que si ayudaba a Pedro, que si lo amaba, acabaría destruyéndose a ella misma.
Hizo un esfuerzo para poner en marcha su cuerpo magullado con tantas emociones y se dirigió a casa de Magda. Estaba tan ensimismada y cabizbaja que dejó de prestar atención a su entorno. Paula, que había crecido en un barrio conflictivo de la ciudad, rara vez cometía ese error y pagó cara esa falta de concentración.
Dos hombres surgieron de la nada y la rodearon.
La cogieron por los brazos y la arrastraron por la acera antes de que ella pudiera siquiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Paula forcejeó y pataleó tratando de zafarse de los bestias que la empujaban por la calle. Se quedó petrificada al percatarse de que la estaban llevando hacia un vehículo oscuro que la esperaba con la puerta abierta.
Aunque era de noche la luz de las farolas le permitió reconocer los rostros de los hombres que la habían atracado en la clínica.
«Van a matarme. Voy a morir. Tengo que defenderme».
Empezó a gritar como una descosida para llamar la atención de quien estuviera por la zona y siguió dando patadas, esta vez apuntando a las zonas más vulnerables de los dos hombretones.
—¡Cállate, zorra! —exigió una voz aterradora y amenazante poco antes de que Paula le pegara una patada en la rodilla.
En respuesta a ese golpe y sin dejar de arrastrarla ni por un instante, le propinaron un puñetazo en la cara. El guantazo fue tan fuerte que, por un momento, Paula se quedó helada e indecisa.
«Resístete, joder. Defiéndete».
Los drogadictos la cogieron en volandas para meterla en el coche, pero ella levantó las piernas y puso un pie en la puerta y el otro en la carrocería, junto a la puerta abierta.
«Que no consigan meterte en el coche. De lo contrario, estás muerta».
Los pies se le empezaron a resbalar y uno de los hombres la cogió del pelo y comenzó a golpearle la cabeza contra la chapa de metal de la puerta abierta. El sonido que producía su cráneo al chocar con el metal era ensordecedor y empezó a darle vueltas la cabeza y a nublársele la vista.
«Debería haberle dicho a Pedro que estoy enamorada de él».
Paula seguía chillando, pero los despiadados esfuerzos de los hombres por dejarla inconsciente hacían que los gritos fueran cada vez más débiles.
—¡Cabrones! —gritó una voz masculina que Paula reconoció.
Un brazo fornido la agarró de la cintura y la apoyó contra un pecho musculoso para librarla de los dos matones. Aunque la cabeza le daba
vueltas como si acabara de bajarse de una atracción de feria, levantó la mirada y pudo distinguir a Samuel Alfonso, que la dejó con delicadeza en la acera antes de echar a correr enfurecido hacia el coche. A Paula le entró un
ataque de pánico al darse cuenta de que se proponía atacar él solo a los dos tipos. Por increíble que parezca los dos hombres no supieron cómo reaccionar. Samuel era más grande que ellos, pero ellos eran dos.
«Tengo que ayudarlo. Tengo que levantarme».
No podía permitir que mataran a Samuel después de que le hubiera salvado la vida. Paula se puso de rodillas y trató sin éxito de recuperar la visión.
Como no lograba ponerse de pie, empezó a arrastrarse hacia el coche mientras Samuel atacaba a uno de los hombres golpeándole con fuerza en la cara.
Sintió unas pisadas fuertes que se le aproximaban por la acera y vio cómo dos desconocidos se metían en la pelea: cogieron a Samuel por el brazo y aplacaron al hombre al que estaba golpeando.
—No hagáis daño a Samuel —gimoteó temiendo que le hirieran con la confusión.
—Disculpe, señor. No lo había reconocido —se excusó el hombre mientras soltaba a Samuel.
Uno de los desconocidos que se había unido a la refriega tenía a un drogata tumbado en el suelo boca abajo. El otro delincuente corrió a refugiarse en el asiento del conductor mientras apuntaba con una pistola temblorosa a Samuel y al otro rescatador.
—No. No.
Las lágrimas le corrían por las mejillas y el corazón se le iba a salir del pecho mientras rogaba en silencio que ni Samuel ni el otro héroe inocente provocaran al yonqui.
Samuel se abalanzó hacia el delincuente, pero este ya había pisado el acelerador y el vehículo arrancó a toda velocidad. La puerta se cerró mientras el coche derrapaba por la calle oscura y desaparecía de su vista en un abrir y cerrar de ojos.
Paula observó la escena aterrada y vio que tanto sus dos rescatadores como Samuel estaban ilesos. El hermano de Pedro corrió hacia ella soltando una retahíla de barbaridades.
—¡Paula! ¿Estás bien? ¡Joder! Estás sangrando por la cabeza. ¿Qué intentabas hacer?
Samuel la tendió con delicadeza sobre la acera y trató de calmarla con susurros mientras le apartaba el pelo de la cara.
—Quería ayudarte —logró decir con la garganta seca.
—Estás como un cencerro. —Samuel negaba con la cabeza, pero su voz era dulce y cariñosa. Entonces, con un tono autoritario y seco ordenó—: Llamad a una ambulancia. Ahora mismo. Está herida.
La oscuridad empezó a nublarle la visión por completo, pero Paula se resistía a perder el conocimiento:
—Dile a Pedro…
No pudo continuar, pues tenía la boca tan seca que la lengua se le quedaba pegada en el paladar. Trataba sin éxito de mantener los párpados abiertos. Intentó centrarse en Samuel, pero no veía más que un borrón desenfocado.
Paula suspiró cuando Sam la cogió de la mano y refunfuñó:
—Puedes decírselo tú misma. Está de camino y tiene un cabreo que no te imaginas.
«¿Pedro está de camino?».
Se le paró el corazón por un instante y apretó débilmente la mano de Samuel. Un zumbido apareció de la nada y fue aumentando de volumen hasta que le resultó tan ensordecedor que apenas pudo distinguir el alarido de las sirenas que se acercaban en la noche.
—Paula. ¿Sigues aquí conmigo? —Samuel parecía asustado, desesperado…y lejano.
Cuando el ensordecedor zumbido alcanzó su punto álgido, un manto de oscuridad la cubrió por completo.
—Pedro —susurró su nombre sin saber siquiera si alguien la oiría y, entonces, cayó en la oscuridad más absoluta y se sumió en un plácido silencio.
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