Sacudió ligeramente la cabeza intentando asimilar que Pedro llevara un año tratando de protegerla.
¿Qué clase de tío hacía algo así? ¿Qué apuesto multimillonario dedicaba su tiempo a preocuparse por una don nadie, por una mujer que no llamaba la atención y que, en principio, no estaba a su altura? No es que se considerara inferior a nadie por ser pobre…, pero era realista: los hombres de la clase social de Pedro no se fijaban en mujeres como ella. Estaban demasiado ocupados acumulando riqueza y
reinando en sus imperios.
—Cuidar de mí porque soy amiga de tu madre ha sido muy dulce por tu parte. Pero no puedes
protegerme eternamente.
Se levantó de la silla y se sentó con delicadeza en la cama para que estuvieran cara a cara.
—No lo pillas, ¿verdad? No soy un tío dulce. —Sus movimientos contradijeron a sus palabras, pues le colocó un mechón por detrás de la oreja con suma delicadeza mientras le rozaba la sien con el dedo índice y le acariciaba la mejilla con la suavidad de una pluma—. No me he comportado así porque sea generoso o altruista. Quería follarte. A mi modo de ver, es un motivo bastante egoísta —comentó con aridez burlándose de sí mismo.
Paula reprimió una sonrisa, preguntándose por qué le daba tanta rabia que le dijeran que era dulce.
—Si eso era lo que te motivaba, ¿por qué no lo hiciste? Podías haberme abordado o haber pedido a tu madre que nos presentara. Creo que es bastante obvio que me atraes.
«Es mucho más que atracción».
Pedro apartó la mano de su rostro y desvió la mirada.
—Me he olvidado de pedirte el analgésico. Seguro que te duele.
Pulsó el botón para llamar a la enfermera y una voz joven de mujer respondió de inmediato a través del pequeño altavoz situado al lado del timbre:
—¿Qué desea?
Pedro se puso de pie para ofrecer una respuesta tajante.
—La señorita Chaves necesita un analgésico —ordenó.
—Enseguida —respondieron.
Paula seguía sin entender por qué había ignorado su pregunta de esa manera. ¿O acaso la había evitado a propósito? Inclinó la cabeza para mirarlo a la cara. Tenía el ceño fruncido y una expresión implacable.
Paula se cruzó de brazos y se enfrentó a su feroz mirada con una leve sonrisa.
—Tu táctica ya no funciona conmigo —le advirtió con tranquilidad.
—¿Qué táctica? —bufó cruzándose de brazos como ella para retarla con una expresión indescifrable.
—La táctica que utilizas para que me sienta como Caperucita Roja ante el Lobo Feroz. —Elevó una ceja manteniéndole la mirada.
Pedro Alfonso podía gruñir, refunfuñar y bufar todo lo que quisiera, pero Paula sabía cómo era en realidad. Bajo esa máscara de borde mandón se ocultaba una capa de compasión y bondad que probablemente jamás mostraría en público. Pero ella la había visto, lo había descubierto: si lo único que hubiera querido hubiera sido tirársela, podría haberse presentado y haberla conocido en persona; de ese modo, se habría ahorrado mucho tiempo.
Pedro se inclinó hacia ella despacio, tan despacio que a Paula se le cortó la respiración. Sus ojos oscuros brillaban con llamas de pasión y la miraron fijamente hasta hacerla estremecer. Las viriles vibraciones que transmitía eran tan intensas que el cuerpo femenino reaccionó de forma instintiva.
Acercó la boca a su oreja y Paula sintió en el cuello y en la mejilla la calidez de su aliento.
Aquella amenaza en forma de susurro le produjo un escalofrío que le recorrió la columna vertebral
de un extremo al otro. No sentía miedo, sino un anhelo que le abatió el cuerpo entero con la fuerza de un huracán.
Cuando una enfermera de mediana edad entró en el cuarto, Paula exhaló un suspiro trémulo y Pedro tuvo que incorporarse y alejarse de la cama. La mujer le proporcionó a Paula la medicina, antes de medirle las constantes vitales con gran eficiencia. Tras realizar una evaluación rápida y preguntar si necesitaban algo más, se marchó.
—Me extraña no estar compartiendo habitación —murmuró Paula una vez que la enfermera hubo salido—. Este hospital suele estar bastante lleno.
Había hecho prácticas en ese centro y sabía que las habitaciones siempre estaban ocupadas en esa época del año.
Pedro dio la vuelta a la silla y se sentó al revés, con los brazos apoyados sobre el respaldo de
madera. Por primera vez desde que Paula había abierto los ojos sonrió.
—Ser un multimillonario que casualmente dona generosas sumas de dinero a ONG relacionadas con la sanidad tiene sus ventajas.
La silla estaba muy cerca de la cama, por lo que Paula vio sus ojos traviesos en la penumbra.
—¿Así que como colaboras con la causa pides una habitación privada? —intentó reprenderle, pero sus labios no pudieron contener una sonrisa.
Pedro se encogió de hombros.
—Yo, no. Samuel se encargó de la habitación mientras yo me estaba duchando. Y dudo de que fuera una petición.
Paula puso los ojos en blanco, convencida de que Samuel Alfonso rara vez pedía algo. Él siempre exigía y esperaba que la gente hiciera todo lo que ordenaba. Sin embargo, al igual que su hermano, bajo las capas de hielo Samuel escondía un corazón de oro.
Le empezaron a pesar los párpados a causa de la potente medicación. Bostezó mientras Pedro la cogía de la mano y rozaba su palma con el pulgar.
—Es el analgésico. No estoy acostumbrada —masculló. De pronto se sentía agotada.
—Duerme. No me moveré de aquí —respondió con voz ronca y tono de preocupación.
—Deberías irte a casa a dormir. Llevas aquí toda la noche. Estoy bien.
—No me iré a casa hasta que puedas acompañarme —repuso cerrándose en banda.
—No voy a ir a casa contigo —masculló aleteando los párpados.
—Eso ya lo veremos. Ahora duerme —susurró con suavidad.
Su entonación relajante y calmada no la engañó ni por un instante. Sabía que cuando se despertara volvería a la carga con toda la artillería.
Como en ese momento no le quedaban ni fuerzas ni ganas para pelearse con él, cedió al sueño.
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