miércoles, 20 de junio de 2018
CAPITULO 40 (PRIMERA HISTORIA)
Paula abrió los ojos despacito y parpadeó varias veces tratando de despejar la vista. Tenía la desagradable impresión de que le estaban atornillando el cráneo y se sentía desorientada.
Se llevó la mano a la cabeza para darse unos golpecitos de prueba y entonces se percató de que tenía la frente envuelta en una gasa. ¿Y eso?
Empezó a recuperar la memoria y poco a poco fue rescatando fragmentos de lo que había ocurrido: la disculpa de Samuel, la agresión, Samuel y los dos desconocidos salvándole la vida.
Recordó haberse despertado varias veces en urgencias y que en esos breves lapsos de tiempo Pedro había estado a su lado, cogiéndole de la mano, murmurando palabras de ánimo, mientras ella… ¡Ay, Dios! ¿De verdad le había vomitado encima?
Después de la agresión todo había sido muy intenso: los vértigos, las náuseas, la visión nublada, el deseo de volver a dejarse llevar por la oscuridad y por el bendito alivio que le proporcionaba el sueño.
Gracias a la luz que provenía de un pequeño foco cuadrado colocado sobre la puerta llegó a la conclusión de que se encontraba en una habitación de hospital. Observó el cuarto en penumbra: se trataba de una habitación doble, pero la cama contigua estaba vacía y sin deshacer.
En urgencias se había encontrado tan mal que, en comparación, el agudo dolor de cabeza que sentía ahora le parecía una nimiedad. Tenía el estómago un poco revuelto y, obviamente, una herida abierta en la frente, pero estaba viva.
Temblorosa, tomó una profunda bocanada de aire para ir soltándolo poco a poco mientras una ola de adrenalina le recorría el cuerpo entero.
Era evidente que estaba sufriendo un trastorno de ansiedad provocado por lo que había ocurrido hace…, eh…, ¿hace cuánto?
«¡Maldita sea! ¡Necesito saber qué ha ocurrido!».
Miró de reojo el reloj y vio que eran las cuatro de la mañana. Habían pasado nueve horas desde la terrorífica experiencia que la había dejado sola en una habitación de hospital. Daba las gracias por seguir en el mundo de los vivos.
Al mover el brazo izquierdo sintió un dolor punzante en el dorso de la mano y, al mirar, se percató de que tenía una vía. «¡Qué daño!».
Volvió a poner el brazo en la misma posición que antes y trató de estirar el otro con cuidado, pero entonces se dio cuenta de que estaba metido en una cápsula cálida, aprisionado en una cárcel.
—Pedro —susurró con dulzura al darse cuenta de que no estaba sola.
Posó los ojos en el lugar en el que sus pieles estaban en contacto y vio que tenían los dedos
entrelazados y que él apoyaba la cabeza en ellos con los ojos cerrados.
El corazón le dio un vuelco mientras lo recorría con la mirada y contemplaba cada centímetro de
aquel rostro perfecto tan amado. Se regodeó en aquella vista con la sensación de que llevaba una vida entera sin ver sus atractivas facciones.
Parecía tenso y agresivo incluso cuando dormía y lo único que suavizaba sus rasgos era un mechón de pelo rebelde que le caía por la frente.
Paula retiró la mano con cuidado y le acarició el cabello desaliñado, recreándose con la textura de su grueso pelo.
¿Había pasado la noche aquí? ¿Se había ido en algún momento del hospital?
Llevaba un uniforme de enfermero de color azul claro; prueba irrefutable de que el recuerdo que
tenía de vomitarle encima del jersey, que seguramente era carísimo, debía ser cierto.
«Te quiero».
Al recordar que había pronunciado esas palabras justo después de sufrir una terrible arcada y justo antes de creer que se iba a morir, sintió tal ansiedad que se le puso el cuerpo entero en tensión y dejó de acariciarle el pelo.
«Dios mío. ¿De verdad le he dicho eso?».
Sí, se lo había dicho. Eso lo recordaba con una nitidez absoluta. Entonces, al ser consciente de que le había balbuceado esa frase, alejó la mano de la de él, preguntándose cómo se habría tomado esas palabras, si es que había llegado a oírlas. En urgencias había temido tanto por su vida que había sentido la necesidad de decírselo, de hacerle saber lo que sentía por él.
Como no tenía ni idea de lo graves que eran las heridas, no había dudado en confesárselo.
Necesitaba que supiera lo mucho que le
importaba por si le ocurría algo.
Ahora que sabía que iba a sobrevivir, no tenía tan claro que declarársele, que desnudar así su alma, hubiera sido una buena idea.
—¡Paula! —Pedro se incorporó de inmediato y, como si fuera un acto reflejo, volvió a cogerla de la mano y a entrelazar los dedos con los suyos. Se había despejado por completo y la observaba sin ocultar su preocupación—. Estás despierta.
Paula tenía la garganta seca y con la sensación de que la lengua estaba tan hinchada que apenas le cabía en la boca. Estiró el brazo para coger un vaso de agua que había en la mesita de noche, pero Pedro se le adelantó levantándose de un salto. Quitó el envoltorio a una pajita y la metió en el vaso de plástico antes de acercárselo a la boca. Tomó varios sorbos y posó la mano sobre la de él mientras el líquido se deslizaba despacio por la lengua.
—¿Dónde estoy? —preguntó en voz baja, lamiéndose los labios húmedos.
Pedro le dio explicaciones sobre el hospital en el que se encontraban y sobre los resultados dentro de la normalidad del TAC, pero que tenía que pasar la noche en observación.
—Tienes varios puntos en la frente. Por lo que me ha contado Samuel, tuviste suerte de que no te partieran el cráneo —le comentó con la voz ronca y cierta irritación.
—Tengo la cabeza muy dura —respondió ella para quitar hierro al asunto.
Se acordaba perfectamente de lo fuerte que le habían golpeado y le sorprendió que las únicas
consecuencias fueran un par de puntos en la frente y un dolor de cabeza agudo.
Pedro la miró molesto.
—Ya me había dado cuenta. —Posó el vaso en la mesilla y se la quedó mirando—. No volverás a alejarte de mí. De ahora en adelante siempre estarás a mi lado.
A Paula se le cortó la respiración, mientras lo miraba fascinada, incapaz de interrumpir esa
apasionante comunicación silenciosa.
—Siempre es mucho tiempo —respondió al no encontrar una respuesta más inteligente.
Los ojos de Pedro empezaron a echar chispas, como cuando estaba a punto de ponerse testarudo.
—Me importa un pimiento. Vas a volver a casa conmigo. No pienso confiar tu seguridad a un
puñado de incompetentes. Si Samuel no hubiera estado…
—Me salvó la vida, Pedro. Tu hermano arriesgó la vida por mí —murmuró agradeciendo a Samuel en silencio que hubiera estado allí y que hubiera logrado evitar que esos hombres la metieran en el coche —. Si no llega a ser por él, estaría muerta.
Incapaz de ocultar la frustración, Pedro se peinó la manoseada melena con los dedos antes de
refunfuñar:
—Samuel debería haberte acompañado a casa. Los escoltas no tenían suficiente experiencia. Deberían haber estado tan cerca de ti que hubieran oído hasta tu respiración. El tiempo que tardaron en reaccionar es inaceptable.
—Me marché sin dar la oportunidad a Samuel de ofrecerse a llevarme a casa. Empezó a hacerme preguntas sobre Magda y me sentí incómoda. Los guardaespaldas no tardaron en llegar, pero los desalmados esos actuaron muy rápido. Ocurrió todo en cuestión de segundos.
«Aunque a mí me parecieran horas».
—Si Samuel no hubiera ido a buscarte a la salida de ese restaurante, habrías llegado a casa sana y salva.
Pedro estaba tan alterado que le vibrada hasta el pecho. Paula le apretó la mano.
—Eso no lo sabes. Puede que me hubieran alcanzado de todos modos. Si Samuel no hubiera estado allí, habría sido peor. Por favor, no culpes ni a Samuel ni a los guardaespaldas. Estoy muy agradecida a todos.
—Bueno, dejémoslo estar. Mañana vendrás a casa conmigo y a partir de ahora tendrás más escoltas que el presidente de Estados Unidos. Magda también piensa que estarás más segura en mi piso. Aunque no tengo claro que le haga especial ilusión que vivas tan cerca de un Alfonso.
Volvió a sentarse en la silla sin dejar de apretarle la mano ni relajar la intensa mirada de inquietud.
—¿Ha venido Magda? —preguntó sorprendida, pues no sabía cómo se habría enterado de que la habían agredido.
—Se fue hace una hora o dos. La llamé yo. Ha pasado toda la tarde aquí. ¿No lo recuerdas?
Negó con la cabeza.
—Después de la agresión lo único que recuerdo son fragmentos sueltos e inconexos. ¿Te he
vomitado encima?
—¿De eso sí te acuerdas? —Le observó la cara en busca de algo, como si quisiera adivinar qué
recordaba y qué no—. Cuando te metieron en la habitación, Magda me trajo este uniforme de
enfermero y me indicó un lugar donde ducharme.
—¡Madre mía! ¡Cuánto lo siento!
¿Había algo más bochornoso que vomitar encima a un hombre como Pedro Alfonso?
—¿Por qué? No lo hiciste a propósito. Además, me sentí aliviado porque al menos estabas
despierta.
Paula estaba sorprendida de que un hombre hubiera permanecido a su lado mientras ella tenía arcadas y que, además, hubiera estado sujetándole una palangana sin morirse del asco.
—¿Samuel se encuentra bien?
—Sí. —Soltó una escueta carcajada carente de gracia—. El único problema es que ha tenido que permanecer en la misma habitación que Magda Reynolds. Estaba nerviosísimo y Magda lo miraba como si tuviera ganas de matarlo con algún método lento y doloroso.
—Ojalá supiera qué pasó entre ellos —comentó pensativa.
Hizo una mueca de dolor al comprobar que el pinchazo que sentía en la cabeza iba en aumento, y acabó teniendo la sensación de que una enorme boa constrictora le apretaba el cráneo sin piedad.
Pedro frunció el ceño.
—¿Quieres un analgésico? Llamaré a la enfermera. —Estiró el brazo para pulsar el timbre.
—No. Espera. —Respiró hondo tratando de coger fuerzas para decirle lo que le tenía que decir: volver a su piso con él no estaba en sus planes—. No puedo ir a casa contigo, Pedro. Volveré a la de Magda. No pasará nada. Han arrestado a uno de los tipos y lo más probable es que el otro esté huyendo despavorido. Dudo de que ir a por mí sea su prioridad en este momento.
A Pedro se le tensó el cuerpo entero, desde el semblante hasta los dedos, que apretaron con más fuerza la mano de Paula.
—No hay discusión que valga. —Le clavó una mirada amenazante—.Vas a venir conmigo —repuso enfadado marcando cada una de las palabras.
Paula soltó un bufido de frustración.
—No eres mi guardia particular. No necesito que nadie me proteja. Llevo sola mucho tiempo.
Sola, añorando a Pedro, si bien en aquella época aún no sabía a quién añoraba.
«Alejarme de él ha sido tan doloroso que no podría superar otra despedida. Pasar tiempo junto a Pedro es peligroso, pues, cuando se vaya de mi lado, me dolerá el doble y, cuando vuelva a estar sola, tendré aún más recuerdos con los que torturarme».
—Ya, bueno, pues tendrás que acostumbrarte a la compañía, cariño —bufó con una mirada posesiva y un gesto salvaje, casi animal—. Mientras corras peligro, no me separaré de ti. Siempre estarás protegida.
Paula se estremeció tratando de zafarse de su mano. No le estaba haciendo daño, de hecho, ni
siquiera le incomodaba la forma en que la estaba agarrando. Más bien lo contrario. Pedro la hacía sentirse a salvo, la hacía sentirse querida, y era precisamente eso lo que la asustaba. Ese miedo la impulsaba a luchar con todas sus fuerzas contra la posibilidad de acostumbrarse a esa sensación.
—No puedes darme órdenes. Hace tan solo unas semanas que nos conocemos. ¿Por qué te preocupas por mí? —preguntó sin andarse con rodeos, pero incapaz de ocultar una emoción tan intensa que se parecía al pánico.
Tenía que distanciarse, pero le costaba hacerlo.
Después del suceso de la noche anterior se sentía desamparada e indefensa, y lo que más le apetecía en el mundo era lanzarse a aquellos brazos cálidos y masculinos para refugiarse allí hasta recuperar el equilibrio.
—¡Llevo más de un año preocupándome por ti, joder! —le soltó con voz aterciopelada y varonil a la par—. No ha habido ni un solo día en todo ese tiempo en el que no me haya obsesionado con si estarías a salvo o no.
—Pero si nos conocemos desde hace unas semanas… —contestó confusa en un murmullo
imperceptible.
Exhaló un suspiro irregular y la incertidumbre le transformó el semblante mientras desviaba la
mirada hacia un lado y concentraba la atención en la desnuda pared blanca que tenía delante.
—Mi madre hablaba de ti sin parar. Un día, hace más de un año, estábamos en el restaurante y me dijo quién eras. —Suspiró como si renunciara a continuar con la explicación—. No lo puedo explicar porque no lo entiendo ni yo, pero desde aquel momento me sentí en la obligación de cuidar de ti. ¡Hasta te seguía a casa cada noche para asegurarme de que llegabas bien a tu apartamento!
Atónita, preguntó con voz temblorosa:
—¿Como si fuera amiga tuya porque lo era de tu madre?
Pedro se giró hacia ella y le dedicó una de sus miradas apasionadas y viriles.
—No. Como una obsesión que era incapaz de controlar. Como si fueras mía y tuviera que
protegerte.
Entonces le dedicó su mirada de «Quiero follarte hasta que te vuelvas loca» y Paula sintió las
oleadas de calor que transmitía su cuerpo.
¿Debería enfadarse porque Pedro hubiera estado espiándola y siguiéndola como un acosador?
Quizá debería estar enfadada, pero no lo estaba. Por extraño que resulte, contemplando su cara acongojada, se sintió totalmente relajada y notó cómo el corazón se le derretía en el pecho. Pedro se había mantenido en segundo plano, vigilándola en silencio como un ángel de la guarda sin esperar nada a cambio. Recordó la conversación que había tenido con Helena en el restaurante y se sintió aliviada al comprobar que los instintos protectores del Pedro rescatador seguían intactos.
—¿Por qué yo? Seguro que hay un montón de mujeres a las que tu protección les vendría muy bien.
Pedro se encogió de hombros, pero su intensa mirada bastó como explicación.
—No tengo ni la menor idea. Eres la única mujer del mundo que me ha hecho sentir así.
Pronunció las últimas palabras como si le avergonzaran. Era obvio que ser incapaz de controlar sus sentimientos no le hacía la menor gracia.
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