miércoles, 27 de junio de 2018

CAPITULO 63 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro se quedó boquiabierto, con cara de asombro y, con la mirada clavada en los ojos de Paula, empezó a mover la boca sin pronunciar sonido alguno.


«¿Embarazada? ¿Va a tener un bebé?».


Las emociones se le empezaron a agolpar en su interior una tras otra.


Miedo.


Felicidad.


Ansiedad.


Y una sana dosis de necesidad de poseerla.


—¿Cómo? ¿Por qué?


Eran preguntas estúpidas, pero aun así le salieron de la boca, pues en ese momento su cerebro iba más despacio que su corazón.


Paula se echó a llorar, le caían lagrimones por las mejillas mientras se le retorcía la cara de remordimiento.


—Lo siento. Debió de ocurrir cuando estuve enferma. Mi sistema no debió de asimilar la píldora porque me pasaba el día vomitando. Tendría que haber sido más cuidadosa. Sé que ahora mismo no quieres ser padre, pero es que ya adoro a nuestro bebé…


«Nuestro bebé. Nuestro. Un bebé».


Sintiendo que el corazón se le iba a salir del pecho, la abrazó con todas sus fuerzas mientras la mecía con delicadeza.


—Chsss… Todo saldrá bien. Yo…, ¡madre mía! ¡Voy a ser padre! —Sintió un torbellino de júbilo en su interior y se le hinchó el corazón de tal modo que tuvo la sensación de que le iba a estallar.


—Lo siento —se lamentó apoyada en su hombro.


—No lo sientas, cariño. No es por tu culpa. ¿Estás preparada para ser madre? —Tartamudeó al final de la frase, pues todavía no se creía que estuviera embarazada de su hijo; un bebé concebido con tanto amor que iba a explotar de orgullo.


—Sí. Estoy loca por tenerlo, pero sé que tú no porque nunca has querido hablar del tema y lo único que has dicho al respecto es que quieres esperar. —Se sorbió la nariz y se acurrucó junto a él.


—No es que no quiera tener un hijo contigo. Es que no quiero que sufras tanto dolor ni que te ocurra nada. Es peligroso. Hay mujeres que mueren en el parto.


No soportaba la idea de que ella sufriera, fuera por la razón que fuera. No se había dado cuenta
hasta entonces de que con esa actitud había cortado las alas a Paula, pero es que era incapaz de aceptar que tuviera que aguantar todo ese dolor para tener a su hijo. Se estremeció solo con volver a pensarlo.


Las emociones libraron una batalla en su interior, pues, aunque deseaba que fuera la madre de sus hijos con un anhelo tan intenso que lo estaba matando por dentro, la idea de que pudiera ocurrirle algo malo le hacía perder los estribos y volverse completamente loco. 


Pedro quería tenerla siempre protegida y no perderla de vista ni por un instante. Quizá lo lograra. Al menos la mayor parte del tiempo.


—No es peligroso, Pedro. Las mujeres dan a luz todos los días. La mayoría de ellas dice que el
dolor se te olvida en cuanto estrechas al bebé entre los brazos —dijo esperanzada y con la voz
vacilante—. ¿No te importa?


—Sí que me importa, pero en el buen sentido. —Estaba molesto porque no lograba quitarse de la
cabeza el dolor que sufriría Paula. Pensaba triplicarle la escolta, le gustara o no. Su chica estaba embarazada y eso la hacía más vulnerable—. Quiero que sea niña. —Una bonita réplica de su madre —. Tenemos que mudarnos a una casa en las afueras para que pueda jugar en el jardín. Y tener un perro. Bueno, lo que sea que la haga feliz. Tenemos que vivir en un barrio en el que haya buenos colegios. Será tan guapa como tú. No dejaré que salga con chicos hasta que tenga por lo menos treinta años.


Frunció el ceño al pensar en un tío poniendo la mano encima a su hija. Levantó la cabeza al oír la risa de Paula, que se había apartado un poco para dedicarle una sonrisa.


—Yo quiero un niño. Un niñito dulce como su papi.


—Niña.


—Niño.


—Niña —bufó él.


Paula suspiró.


—Que esté sano. Saltaré de alegría si nuestro bebé está sano y es feliz. Lo demás me da igual. Lo querremos mucho, sea niño o niña.


Pedro sintió tal júbilo en su interior que pensó que no lo podría soportar y, aunque seguía
obsesionado con que Paula no sufriera dolor alguno, notó que se le humedecían los ojos.


—Yo también, mi vida. Me encantará tener un niño o una niña. Solo espero que se parezca a ti.
Amaré a ese bebé con locura y le daré todo lo que yo nunca tuve. —«Una infancia estable y feliz.Equilibrio y amor»—. ¿Te encuentras bien? Has dicho que estabas sensible. ¿Estás enferma? Deberíamos ir a ver al médico. ¿Qué más tenemos que hacer? ¿Qué necesitas? Dímelo y te lo traeré — exigió con ansiedad y desesperación mientras un instinto visceral de protegerla le reconcomía por dentro.


Pedro necesitaba entender cuanto antes los entresijos del embarazo y así descubrir lo que tenía que hacer Paula para estar como un roble durante ese periodo. ¿Las mujeres no necesitaban cosas cuando estaban encinta? ¿Cosas especiales? Madre mía, no tenía ni puñetera idea de lo que suponía un embarazo, pero necesitaba cambiar eso de inmediato. 


¿Cómo iba a proteger a Paula si no tenía ni idea
de qué debía hacer para defenderla?


—Necesito tu cuerpazo y un helado gigante —respondió con voz seductora—. Pero antes tengo que pegarme una ducha.


—¿A mí? ¿Me necesitas a mí? ¿Podemos hacerlo?


Las embarazadas podían tener sexo, ¿verdad? 


Ay, madre, tenía que investigar todo eso cuanto antes.


—Claro que sí. Deberíamos hacerlo sin parar. Estoy cachonda a todas horas. Es por las hormonas — susurró mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja.


«Ay, Dios». Con Paula era incapaz de controlar sus instintos y la necesidad de penetrarla y de
hundirse en su acogedora calidez hizo palpitar todo su ser.


—Deberíamos tener cuidado —respondió con la mente llena de pensamientos eróticos.


El cavernícola que llevaba dentro parecía querer ponerse al mando. «Mi mujer. Embarazada. Mi
bebé. Mía. Completamente mía».


—Necesito sexo apasionado. Hacerlo sin parar. Sexo sudoroso y desbocado —comentó Paula con entusiasmo—. Y, ya que me has dejado preñada, espero que satisfagas mis necesidades.


Era cierto. La había dejado preñada. Había plantado su semilla en su interior y esta había echado raíces. Le invadió una satisfacción de macho, de animal.


—¿Cómo de desbocado, exactamente? —Pedro se tiró de los vaqueros porque estaba a punto de reventarlos—. ¿Qué podemos hacer?


—Todo lo que se me antoje. Tan solo estoy de cinco semanas. Hay mujeres que durante el primer trimestre están cansadas, tienen náuseas o pierden el apetito sexual, pero yo no. Quiero que nos acostemos por lo menos cinco veces al día. —Paula se rozó con sensualidad contra su cuerpo mientras gemía—. Que no te dé miedo hacer el amor conmigo. No es peligroso. Y te necesito. En todos los sentidos.


En ese momento a Pedro le entraron ganas de saciar todas las necesidades de Paula, de ponerle en bandeja todo lo que deseara.


—Yo cuidaré de ti, cariño. Toda la vida. Y tú siempre me contarás todo lo que sientas, ¿vale?


Si lo que deseaba era que la abrazara, que la idolatrara y que estuviera a su lado, lo haría encantado.


Puede que su bestia interior estuviera echando fuego por la manera en que Paula seguía frotándose contra su cuerpo, pero las necesidades de ella siempre serían su prioridad.


—Ahora lo que quiero es una ducha. Y un orgasmo. Y helado —respondió zafándose de su abrazo y dirigiéndose hacia la puerta balanceando con sensualidad las caderas.


¿Cómo no iba a actuar como un maniaco posesivo si iba a casarse con la embarazada más sexy del planeta?


—Me apunto. —«Yo y mi cuerpo entero. Se me ha puesto dura como una piedra». Fue tras Paula y, cuando la alcanzó en el rellano, la abrazó por la espalda acariciándole la tripa, que todavía estaba como una tabla, y susurró—: Te quiero. Pídeme lo que quieras y lo tendrás sin que te haga preguntas, sin negarme a nada.


El cuerpo de Paula se relajó y se apoyó contra el de él.


—¡Ya te lo he pedido! —Se echó a reír y entrelazó los dedos con los de él, que seguían
protegiéndole el vientre—. Lo único que deseo… es a ti. Estoy muy caprichosa. Ahora mismo soy otra persona. No te tomes nada de lo que digo o hago como algo personal. No es por ti. Es por las hormonas. Se están comiendo mi cerebro.


—Ponte caprichosa. Ponte gruñona. Ni siquiera te pediré que no llores. —Bueno…, al menos lo
intentaría. Esperaba que no le diera por llorar, porque, en tal caso, para cuando naciera el bebé Pedro estaría hecho un asco—. Pero no me pidas que no me preocupe, que no trate de protegerte ni que no me raye con tu felicidad o tu seguridad. No puedo evitarlo —refunfuñó apretándole los dedos.


—¿No te pondrás mandón?


Pedro tragó saliva.


—No.


Bueno…, quizá con menos frecuencia.


—¿Ni exigente?


Eh…, podría contenerse, ¿no?


—No.


—¿Dominante? ¿Controlador?


¡Le estaba dando en todos sus puntos débiles!


—Lo intentaré —afirmó con sinceridad.


Paula se echó a reír a mandíbula batiente. Pedro llevaba más de dos semanas sin oír semejante carcajada y el cautivador sonido le animó el corazón. Se rio tan fuerte que acabó resoplando.


—Te doy veinticuatro horas. Esa forma de ser la llevas en el ADN. No podrías reprimirla ni un día.


Siguió riéndose mientras avanzaba hacia el dormitorio. A Pedro se le quedó la boca seca al ver que Paula se quitaba la parte de arriba del uniforme revelando su suave y fina piel. Él también se rio porque sabía que seguramente tenía razón, pero aun así lo intentaría por todos los medios.


—¡Una semana por lo menos! —gritó con arrogancia.


La risa de Paula cobró fuerza y sonoridad y retumbó por el pasillo hasta llegar en forma de eco a los oídos de Pedro, que sonrió de oreja a oreja. Lo conocía demasiado bien.


Moviendo la cabeza, se dirigió a la cocina para servir un helado a su chica.


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