miércoles, 27 de junio de 2018
CAPITULO 64 (PRIMERA HISTORIA)
Magdalena Reynolds se mordía la uña del pulgar con cara de concentración mientras examinaba el historial médico de un paciente de la clínica. Eran las siete de la tarde y hacía horas que se debería haber ido a casa a descansar, pero había algo en ese caso que le obsesionaba. Tenía que habérsele pasado algo por alto, algo importante. Timmy tenía cinco años, sentía fatiga y falta de energía, y padecía diarrea y vómitos ocasionales. El pobre chiquillo llevaba semanas así, por lo que no podía deberse exclusivamente a un virus.
Magda suspiró y se reclinó en la silla de su despacho, haciendo una mueca porque se había pasado mordiéndose la uña. Tendría que consultar a un pediatra y hacerle más pruebas.
Rezó en silencio por que la madre de Timmy acompañara a su hijo en la próxima visita y cerró la carpeta. El chaval no tenía una vida fácil y su madre no es que fuera precisamente un gran apoyo.
—Hola, Magdalena.
Una voz grave y sensual que provenía del umbral de su despacho le hizo ponerse de pie de un brinco, lista para pulsar el botón de emergencia que tenía bajo la mesa. La clínica gratuita estaba en un barrio conflictivo y, de hecho, a Paula le había faltado el canto de un duro para que le pegaran un tiro en esa misma habitación.
—No pretendía asustarte.
Magda sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. No se debía al miedo, sino a que había reconocido la voz. Entrecerró los ojos para observar el cuerpo que acompañaba a esa voz dulce como el terciopelo y el rostro del hombre que tenía delante.
—¿Cómo has logrado sortear a los seguratas de Pedro? ¿Y qué diantres haces aquí?
Samuel Alfonso se encogió de hombros y entró en el despacho como si fuera suyo. Aunque iba vestido con unos sencillos vaqueros y un jersey de punto trenzado color borgoña, transmitía poder y arrogancia; los llevaba sobre sus anchos hombros como si fueran una elegante capa.
—También son mis seguratas, encanto. Forman parte de la plantilla de Alfonso Corporation. ¿Qué otra cosa iban a hacer más que dejarme pasar saludándome amablemente?
«¡Menudo arrogante está hecho este capullo!».
A Magdalena se le aceleró el pulso y le empezaron a sudar las manos. Se las secó en los vaqueros deseando no haberse duchado ni cambiado de ropa en el diminuto aseo que tenía en la parte trasera de la clínica. Quizá hubiera sido más fácil enfrentarse a Samuel vestida con su bata de profesional y con el pelo recogido en un moño recatado. Se metió por detrás de la oreja un ensortijado tirabuzón color fuego y estiró la espalda para parecer más alta de lo que era; metro sesenta.
—¿Qué quieres, Samuel? Este barrio te queda bastante a desmano. Y no creo que te hagan falta los servicios de una prostituta —le espetó con voz crispada.
¡Maldita sea! ¿Por qué no podía comportarse con indiferencia? Desde aquel terrible desengaño habían pasado muchas primaveras y ya ni quiera conocía al hombre que tenía delante. Entonces, ¿por qué no lograba tratarlo como a un desconocido?
Se acercó a ella y preguntó con voz grave:
—¿Acaso te molestaría, encanto? ¿Te importaría que me tirara a todas las mujeres de la ciudad?
—¡Ja! Como si no lo hubieras hecho ya. Y deja de llamarme «encanto». Es ridículo. ¿Qué te crees? ¿Que soy un perrito? —respondió Magdalena con sarcasmo, pero no pudo controlar sus instintos: se le aceleró el pulso y se le cortó la respiración cuando Samuel continuó aproximándose hasta que estuvo tan cerca de ella que pudo oler su cautivador aroma a almizcle y a macho, un olor especiado que la hizo sentirse un poco mareada. Su aroma no había cambiado. Seguía siendo igual de tentador que en aquel tiempo lejano.
—¿Qué haces a estas horas aquí? Mis agentes de seguridad me llamaron para advertirme de que seguías en la clínica a pesar de que ya era de noche. Deberías estar en casa. Este barrio es peligroso de día, así que por la noche ni te cuento —gruñó en voz baja.
—Son los seguratas de Pedro —puntualizó ella.
Por muy hermanos que fueran, Magdalena no lograba ver el parentesco entre esos dos hombres: Pedro era una persona amable que escondía bajo su arisca actitud un corazón de oro mientras que Samuel era el diablo en persona; Satán disfrazado de modelo de la revista GQ y con más dinero y poder de los que nadie debería tener. Y menos aún un hombre como Samuel Alfonso.
—¿Y si algún canalla lograra esquivar a los seguratas y te encontrara aquí sola y vulnerable? —Se acercó un poco más a ella. Estaba tan cerca que Magda sentía su cálido aliento en la sien. ¡Dios mío, era tan alto, fuerte y musculoso! Cuando lo conoció, hacía muchos años, Samuel trabajaba en la construcción y ese trabajo físico tan duro le había dado a cambio un cuerpo torneado y perfecto. Era curioso que no hubiera cambiado ni un ápice. ¿Cómo diablos lograba mantener ese cuerpazo pasando tantas horas sentado en un despacho? Magdalena se echó hacia atrás para tratar de separarse de su
intimidatoria presencia, pero se golpeó con el trasero en la mesa y no pudo alejarse ni un paso más—. Alguien podría aprovecharse de una mujer sola en un despacho vacío —prosiguió en voz baja y con un tono intimidante.
Magda estaba arrinconada entre Samuel y la mesa, y le empujó en el pecho para hacerse un poco de hueco.
—Aparta. Quítate, Alfonso, o te dejo sin descendencia.
Samuel posó su fornido muslo sobre el de ella para que no pudiera pegarle un rodillazo en la
entrepierna.
—Ese golpe te lo enseñé yo, ¿recuerdas? Jamás reveles tus intenciones al agresor, Magda.
Estiró el cuello para mirarlo a la cara. Sus ojos verde esmeralda la observaban con atención.
Tal y como le había ocurrido hacía años, se quedó embelesada ante su belleza. Siempre le había recordado a algún dios rubio de la antigüedad; un cuerpo y unos rasgos tan perfectos que deberían inmortalizarse en mármol. Sin embargo, aunque tuviera la dureza de esa piedra, en ese momento no mostraba su
frialdad, todo lo contrario: su cuerpo transmitía olas de calor y sus ojos abrasadores parecían estar a punto de derretirse.
—Que te follen, Alfonso.
Samuel trató de reprimir una sonrisa, pero, a pesar de sus esfuerzos, sus labios dibujaron una curva. Le colocó las manos en la espalda para atraer todo su cuerpo hacia él y le susurró al oído:
—Preferiría que lo hicieras tú, encanto. Sería mucho más placentero. Sigues siendo la mujer más guapa que he visto en la vida. Aún más guapa de lo que ya eras hace años.
«Mentiroso. Es un mentiroso empedernido. Si entonces me hubieras deseado tanto, no habrías
hecho lo que hiciste».
—Suéltame ahora mismo. Largo de mi despacho.
El muy cerdo estaba tratando de engatusarla.
Era intolerable. Ni era guapa ni se parecía en nada a las modelos rubias y flacas como palos con las que paseaba del brazo antes de llevárselas a la cama.
—Primero dame un beso. Demuéstrame que no queda nada entre nosotros —repuso Samuel con una voz exigente y ruda, y chispazos de fuego en sus ojos verdes.
—Lo único que queda pendiente entre nosotros es que jamás te has disculpado por lo que hiciste. Te dio absolutamente igual. No…
Magda no pudo terminar la frase. La boca dura y ardiente de Samuel ahogó las palabras amargas sin pedir permiso, exigiéndole que reaccionara.
Sus grandes y ágiles manos le recorrieron la espalda y la agarraron del culo para sentarla en la mesa, así facilitaba la tarea de devorarle la boca.
Samuel nunca se había limitado a besar; iba más allá, dejaba su huella, su marca. Magda le gimió en la boca mientras él le metía y le sacaba la lengua, una y otra vez, hasta dejarla sin aliento. Ella se rindió rodeándole el cuello con los brazos y aferrándose a los tirabuzones de seda mientras las yemas de sus dedos se recreaban con tanta suavidad. Le rodeó las caderas con las piernas, pues necesitaba agarrarse a algo para que la oleada de sensualidad no la arrastrara, y dejó que su lengua retara a duelo a la de él. Entonces, sintió la excitación de Samuel rozando su acalorada entrepierna y empezó a bambolear las caderas al ritmo al que él le metía lengüetazos.
Samuel empezó a gemir mientras metía las manos por debajo de la camiseta y acariciaba con las yemas de los dedos la espalda desnuda.
Magda se estremeció ahogándose en un mar de deseo, donde una fuerza más potente que su
voluntad la arrastraba hacia el fondo.
«Tengo que parar. Debo poner fin a esta situación antes de que se me vaya de las manos».
Echó la cabeza hacia atrás para arrancar la boca de la de él y se quedó jadeando extasiada.
Samuel la cogió de la cabeza para que la apoyara sobre su palpitante pecho.
—Magda, Magda… —susurró metiendo la mano entre sus rizos y acariciando apasionadamente el cabello.
«Ay, Dios. No». No podía volver a caer en las garras de Samuel Alfonso. De ninguna de las maneras.
Lo empujó con fuerza para que se apartara, bajó las piernas y apoyó los pies en el suelo.
—Suéltame.
Sintió que la ira crecía en su interior como una hoguera fuera de control. ¿Cómo se atrevía a
utilizarla de esa manera? ¿Qué pasaba? ¿Que estaba aburrido y, como no había otra mujer en el edificio, había venido a jugar con ella? Samuel Alfonso era un mujeriego que se llevaba a las tías a la cama y que, en cuanto encontraba otro juguete con el que entretenerse, las dejaba tiradas. ¿Es que no tenía conciencia? ¿Se preocupaba por alguien que no fuera él mismo?
A Magda le entraron ganas de protegerse haciéndose un ovillo. Se sentía avergonzada por haber reaccionado así ante él aun sabiendo que era una auténtica víbora. ¿En qué tipo de mujer la convertía eso?
Sin mirarlo siquiera a la cara se dio media vuelta para salir a toda prisa por la puerta.
—Magda. Espera —imploró, o más bien exigió, Samuel con su ronca voz.
La agarró del brazo y la giró hacia él antes de que pudiera alcanzar la puerta. Magda lo fulminó con la mirada mientras la ira y el miedo libraban una batalla en su interior.
—No me vuelvas a tocar. En la vida. Ya no soy la chica inocente y bobalicona que conociste una vez y que confió en ti. Me lo he perdonado porque era joven, pero no volveré a caer en esa trampa. Ya no puedo justificar un error semejante con la excusa de la edad.
—Aún me deseas —respondió Samuel apasionadamente, recorriendo con la mirada su cuerpo entero antes de detenerse en su rostro.
Lo miró a los ojos y respondió furiosa:
—No, ya no. Puede que mi cuerpo responda ante un hombre atractivo, pero eso tan solo es una reacción sexual, fisiológica. Tú —le espetó golpeándole el pecho— ya no significas nada para mí.
—Estás deseando que te lo haga hasta que te deje sin aliento. Todavía sé cómo hacerte ronronear, gatita —afirmó con arrogancia dibujando una presuntuosa sonrisa de satisfacción en su atractivo rostro.
Magda se encogió de hombros tratando de reprimir las ganas de borrarle la sonrisa de una bofetada.
—La verdad es que no lo sé…, porque nunca nos hemos acostado y nunca lo haremos.
En cuestión de segundos se zafó de su brazo, se fue del despacho, cogió la chaqueta del perchero que había en recepción y salió de la clínica por la puerta principal sin mirar atrás. Era superior a sus fuerzas. Uno de los agentes de seguridad de Alfonso Corporation la escoltó hasta el coche y Magda arrancó a toda velocidad, como un criminal perseguido por la ley. Lo que más deseaba en ese momento era alejarse todo lo posible de Samuel.
Condujo en un estado de turbación absoluta durante el cual su cerebro se limitó a reproducir dos palabras como un disco rayado: «Nunca más. Nunca más».
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