lunes, 2 de julio de 2018
CAPITULO 10 (SEGUNDA HISTORIA)
La doctora Paula Chaves se mordisqueaba la uña del pulgar mientras pasaba las hojas del informe médico de uno de sus jovencísimos pacientes en la clínica, absoluta concentración en la expresión de su cara. Eran las siete de la tarde, bien pasada la hora de irse a casa y descansar, pero algo acerca del caso la hostigaba. Algo tenía que habérsele pasado por alto, algo importante. Timmy se sentía cansado, sin ánimo, con frecuentes vómitos y diarrea, y tenía que ser algo más que un virus. La
pobre criatura llevaba meses así.
Suspirando, se recostó en la silla de su consultorio haciendo una mueca de disgusto al morderse la uña un poco más de lo debido.
Necesitaría consultar con un pediatra, hacerle más pruebas. Rogando al cielo que la madre de Timmy se presentara a la próxima cita de su hijo, Paula cerró la carpeta. El pobrecito no llevaba una vida fácil y su madre no era precisamente constante.
–Hola, Paula.
Un varonil timbre de barítono le llegó desde la puerta de la oficina, haciéndola ponerse de pie de un salto, lista para pulsar el botón de alarma que había en un lateral de su escritorio. La clínica, gratuita, no estaba en un buen vecindario y la pobre Paula había estado muy cerca de que le pegaran un tiro prestando servicios voluntarios.
–No era mi intención asustarte.
Un escalofrío recorrió la espalda de Paula, pero no por miedo. Había reconocido la voz.
Entrecerrando los ojos, centró la mirada en el cuerpo y la cara de aquella voz aterciopelada
–¿Cómo has podido burlar el servicio de seguridad de Simon? ¿Y qué se te ha perdido por aquí?
Su amiga Paula iba a casarse con el hermano de Pedro, Simon. Por desgracia, desde hacía ahora un año, esto la había obligado a encontrarse frecuentemente con el hombre que le había roto el corazón años atrás. Tales encuentros habían sido breves e increíblemente tensos. Afortunadamente, había sido capaz de evitar cualquier intercambio prolongado con él… hasta el momento.
Pedro Alfonso se encogió de hombros y entró en la habitación como si fuera suya. Aún informalmente vestido con un par de vaqueros y un suéter color burdeos, el hombre cargaba sobre sus anchos hombros, como si fueran la repisa de una elegante chimenea, un aura de autoridad y poder.
–También es mi servicio de seguridad, cielo. Trabajan para la Alfonso. ¿Crees que harían otra cosa que no fuera dejarme pasar con un simple buenas tardes?
Arrogante hijo de puta. A Paula se le aceleró el corazón y empezaron a sudarle las manos.
Simon y Pedro eran ambos multimillonarios, co-propietarios de Alfonso Corporation. Por tanto, era también la compañía de Pedro, pero era algo que procuraba ignorar tan a menudo como le fuera posible. Se secó las manos en el pantalón vaquero que le ceñía los muslos, deseando no haberse duchado y cambiado en el minúsculo baño trasero de la clínica antes de volver a la oficina. Quizás hubiera sido más fácil enfrentarse a Pedro vestida profesionalmente, sujetándose el cabello con un austero recogido. Mientras intentaba contener una espiral de rizos rojos detrás de la oreja, estiró la espalda queriendo parecer más alta que el metro cincuenta y dos que medía.
–¿Qué quieres, Pedro? Este no es exactamente tu vecindario. Y no creo que tengas necesidad de los servicios de ninguna prostituta.
Su tono era firme, frío. Maldita sea. ¿Por qué no era capaz de actuar con indiferencia? Habían pasado ya muchos años desde aquella lamentable historia con Pedro. Ahora era un extraño. ¿Por qué no podía tratarlo como tal?
Él, acercándosele, le respondió de forma desafiante.
–¿Te importaría, cielo? ¿Te importaría si me tirara a otra mujer?
–¡Ja! ¡Como si no lo hubieras hecho antes! Y deja de dirigirte a mí con ese apelativo tan ridículo.
Respondió sarcásticamente, pero se le aceleró el pulso y se quedó sin respiración cuando él se le acercó lo suficiente como para que le llegara la estela seductora de su olor a almizcle y hombre, un aroma penetrante que la hizo sentirse ligeramente mareada. Su olor no había cambiado. Seguía siendo tan tentador como había sido años atrás.
–¿Por qué estás aquí todavía? Los de mi servicio de seguridad me dijeron que seguías trabajando. Deberías estar en casa. Este vecindario no es seguro durante el día, mucho menos de noche –le dijo Pedro con calma.
–Los del servicio de seguridad de Simon.
De alguna manera no era capaz de asociar a los dos hombres, aunque fueran hermanos. Simon era agradable y escondía un corazón de oro detrás de su adusta fachada. Pedro era el mismo demonio, Satán disfrazado de modelo de la revista GQ, con más dinero y poder de los que ningún hombre debería tener.
Especialmente un hombre como Pedro Alfonso.
–¿Qué tal si algún maleante burlara a los de seguridad y te encontrara aquí, sola y vulnerable?
Se acercó un poco más a ella, tanto que Paula podía sentir la calidez de su aliento acariciándole la sien. ¡Dios! Era tan alto, tan ancho, tan musculoso. Pedro había trabajado en la construcción, años atrás, cuando se conocieron, un duro trabajo físico que le había proporcionado un cuerpo perfecto, escultural.
Curiosamente, no había cambiado lo más mínimo. ¿Cómo puede un hombre mantener un cuerpo así sentado detrás de una mesa de oficina? Retrocedió para distanciarse de su presencia intimidante hasta dar con el trasero en la mesa, quedándose sin espacio para seguir retrocediendo.
–Un hombre podría aprovecharse de una mujer sola en una oficina vacía –siguió diciendo, con voz grave, peligrosa.
Paula empujó el pecho de Pedro, intentado zafarse de la ratonera que formaban Pedro y la mesa.
–Apártate, Alfonso, antes de que me obligues a ponerte los huevos de corbata.
Pedro apretó su poderoso muslo contra el de ella eliminando cualquier posibilidad de que le diera un rodillazo en la ingle.
–Eso te lo enseñé yo, ¿recuerdas? Además, nunca le digas a tu atacante cuáles son tus intenciones, Paula.
Ella estiró el cuello y lo miró, sus ojos verde esmeralda la miraban con prevención. Al igual que años atrás, su belleza la dejaba sin aliento. Siempre le había recordado a algún áureo dios de la antigüedad, tan odiosamente perfecto que su cuerpo y sus rasgos deberían estar esculpidos en mármol. Pero ahora, en lugar del contacto frío del mármol, sentía oleadas de calor emanando de su cuerpo de estatua y de sus ojos encendidos.
–¡Qué te follen, Alfonso!
Pedro sonrió manteniendo los labios precariamente apretados, como si estuviera intentado reprimir una sonrisa sincera. Sus manos, extendidas en la espalda de ella, la empujaban contra su cuerpo mientras le hablaba al oído.
–Preferiría follarte a ti, cielo. Mucho más placentero. Sigues siendo la mujer más hermosa que he conocido. Aún más hermosa de lo que eras hace unos años.
Embustero. ¡Qué gran embustero! Si hubiera sido tan deseable no habría hecho lo que hizo.
–Déjame y lárgate de mi oficina.
El muy cabrón estaba jugando con ella y no lo podía tolerar. No era una belleza y no se parecía en nada a las modelos esqueléticas que se colgaban del brazo de Pedro y se llevaba a la cama.
–Primero bésame. Demuéstrame que no hay cuentas pendientes entre nosotros –respondió Pedro, sus ojos verdes iluminados con destellos de fuego, la voz firme y exigente.
–Lo que nos queda pendiente es que nunca dijiste que lamentabas lo que habías hecho. No te importó una mierda. No …
Paula no tuvo oportunidad de terminar. La boca ardiente de Pedro ahogó sus quejas, sin preguntar, simplemente exigiéndole que lo correspondiera. Sus enormes manos descendieron ágiles por su espalda, agarrándola por los glúteos y levantándola hasta sentarla en la mesa, haciéndose más fácil comerle la boca.
Pedro nunca se limitaba a besar, marcaba, reclamaba su propiedad. Paula protestó en la boca de Pedro mientras que la lengua de este empujaba y retrocedía, empujaba y retrocedía, hasta que sus protestas se convirtieron en gemidos. Rendida, sus brazos se enroscaron en el cuello de Pedro, sus manos empuñando los sedosos rizos de su cabeza, saboreando en los dedos el contacto de su suavidad.
Rodeándole la cadera con las piernas, como necesitando encontrar un ancla que le impidiera ir a la deriva en un oleaje de lujuria, dejó que su lengua se batiera con la de él, sintiendo su erección en el bajo vientre y levantando sus caderas con cada uno de los empujes de la lengua de Pedro.
Pedro gemía de placer, sus manos profundizando debajo de la camiseta de Paula, la punta de sus dedos acariciando la desnudez de su espalda, haciéndola estremecerse de placer. Paula se estaba ahogando, perdida en un mar de deseo y necesidad, empujada lentamente al fondo por una fuerza más poderosa que su voluntad.
Tengo que parar. Esto tiene que acabar antes de que me deje llevar por completo.
Con decisión, retiró la cabeza y separó su boca de la de Pedro, dejándolo jadeante y visiblemente agitado. Pedro apretó la cabeza de Paula contra su pecho, que ascendía y descendía al ritmo de la respiración.
–¡Mierda! Paula. Paula –dijo entrecortado, hundiendo una mano en sus rizos y acariciándole el pelo con reverencia.
Dios mío. No. No podía permitirse que Pedro Alfonso la engatusara de nuevo. De ninguna manera.
Empujó con firmeza el pecho de Pedro, desenredándose de él y bajando las piernas hasta que sus pies tocaron el suelo.
–¡Quítate de encima!
Su furia era un río de lava candente. ¿Cómo se atrevía a usarla así, a jugar con ella porque estaba aburrido y era la única mujer al alcance?
Pedro Alfonso era un playboy, un hombre que usaba a las mujeres y las tiraba, que tenía un juguete nuevo no muy bien había arrinconado el anterior. Raramente se le veía con la misma mujer más de una vez. ¿No tenía conciencia? ¿Le importaba alguien que no fuera él?
Paula quería hacerse una bola y protegerse, avergonzada por la manera en que había respondido a los avances de Pedro a pesar de que era un perro. ¿En qué clase de persona la convertía esto?
Se deshizo de él y, dándole la espalda, se precipitó hacia la puerta.
–Paula. Espera.
La voz de Pedro era viril, dominante aún cuando suplicaba. La agarró del brazo, haciéndola girar antes de llegar a la puerta. Paula lo miró, su ira y sus temores luchando por ganar la batalla.
–No vuelvas a tocarme. Nunca. No soy la estúpida ingenua que conociste. Te creí una vez y me lo perdoné por ser muy joven. No volverá a pasar. No tengo la excusa de la juventud para justificar esa estupidez.
–Aún me deseas –le dijo Pedro con ímpetu, mirando su cuerpo de abajo arriba y deteniéndose en su rostro.
Mirándolo a los ojos, respondió agitada.
–No, no te deseo. Mi cuerpo puede responder a la llamada de un hombre atractivo, pero es algo físico, una respuesta sexual. Tú no significas ya nada para mí –se desahogó Paula, clavándole la yema de los dedos en el pecho.
–Tú quieres que te folle hasta hacerte gritar de placer. Aún puedo hacerte ronronear, gatita –replicó él con arrogancia y con una mueca de satisfacción en el rostro.
Ella encogió los hombros, intentando suprimir su violento deseo de arrancarle de una bofetada su
expresión de autosuficiencia de la cara.
–¿Cómo podría saberlo? Nunca me has follado. Y nunca lo harás.
Con un giro del brazo, Paula consiguió soltarse y salió de la oficina dando un portazo, arrancando de un tirón la chaqueta que tenía colgada en la recepción y cruzando a toda velocidad la sala de visitas de la clínica. No miró atrás. No podía. Uno de los hombres de seguridad la escoltó hasta su coche y ella se alejó de allí como un fugitivo a quien la policía está pisando los talones, sin desear nada más que alejarse de Pedro tanto como fuera posible.
Paula condujo aturdida, dos palabras se repetían en la neblina de su cabeza como en un disco rayado.
Nunca más.
Nunca más.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario