miércoles, 4 de julio de 2018
CAPITULO 16 (SEGUNDA HISTORIA)
A la mañana siguiente Paula se despertó confusa. Sentía palpitaciones en la cabeza, como si tuviera la más grande de las resacas, aunque raramente bebía más de una copa de vino.
¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?
Retirándose el pelo de la cara, parpadeó varias veces antes de abrir los ojos, su cabeza enteramente en tinieblas. Oyó un gruñido masculino debajo de ella y se empujó para sentarse. Al empujarse, sus dedos se encontraron con la piel cálida y los músculos apretados de un enorme pectoral.
¿Cómo?
Los ojos de Paula se abrieron de par en par, despertándose por completo en segundos al ver el cuerpo que tenía debajo.
–Alfonso –siseó, viendo que estaba a horcajadas en él, torso con torso, y que había dormido con la cabeza apoyada en su hombro–. Quítame las manos de encima.
Pedro tenía los ojos completamente abiertos y la miraba con una mirada intensa, tan ardiente que casi la abrasaba. Sus candentes ojos verdes la devoraban y a Paula se le salía el corazón del pecho.
–Anoche me llamaste Pedro, cielo –le dijo con voz grave, apasionada–. Y si vas a derramar tu suculento cuerpo encima de mí, es de esperar que te toquen ese delicioso culo tuyo. No soy exactamente un santo.
Paula sintió un escalofrío cuando Pedro la agarró por detrás y la empujó contra él, entrando su vientre en contacto con la incontrolable erección de Pedro.
¿Anoche? ¿Anoche? Exactamente, ¿qué había pasado anoche? Pensando frenéticamente, intentó recordar si ella y Pedro habían … intimado. Lo último que recordaba era haberse recostado en su escritorio en la clínica, pensando que tenía que descansar sus ojos cansados por un rato. Y luego … Nada.
–No puedo recordar anoche. ¿Nosotros…?
Se paró en seco, incapaz de hacerle a Pedro Alfonso esa pregunta mortificante.
–¿Lo hicimos? –preguntó él con ligereza. Lanzó un viril suspiro de derrota y continuó hablando–.
Lamentablemente, no lo hicimos. Pero si lo hubiésemos hecho, lo recordarías. ¡Gracias a Dios!
Levantó la pierna que descansaba sobre el cuerpo de Pedro y se alejó de él, empujándose al otro lado de la cama. Retirándose los molestos rizos de la cara, lo miró con desconfianza. Aún llevaba el uniforme que se había puesto después de ducharse en la clínica.
Él, sin embargo, estaba desnudo, al menos de
cintura para arriba. No quería fijarse en su tórax cincelado, cubierto con una pelusa rubia, y en la estela de vello que iba desde su ombligo hasta su …
¡Mierda!
Apartó los ojos de él, enfadada consigo mismo por babear con su cuerpo fibroso.
–¿Qué pasó? ¿Por qué estoy aquí? –preguntó arisca.
Asumió que era la casa de Pedro, ya que estaba en la misma cama que él. Un cama que, tenía que admitirlo, tenía unas sábanas exquisitas, en un dormitorio con igualmente exquisito mobiliario.
Pedro se incorporó y Paula contuvo el aliento cuando la sábana se deslizó un poco más abajo, sin poder quitar los ojos de su abdomen. En ese momento notó la banda elástica en torno a sus caderas, prueba de que no estaba completamente desnudo. Respiró aliviada, odiándose a sí misma por sentirse desilusionada.
–Me encantaría poder decirte que fui a tu clínica y que estabas tan rebosante de deseo que me
suplicaste traerte a casa y follarte –respondió Pedro, sus fogosos ojos verdes mirándola de arriba abajo–. Pero ni tú me lo pediste ni yo hice nada. Fui a tu oficina y estabas profundamente dormida sobre tu escritorio. Intenté despertarte, pero estabas tan exhausta que tuve que traerte en brazos hasta aquí y meterte en la cama.
–¿Por qué? Me hubiera despertado en algún momento –dijo Paula, bajándose de la cama y
llevándose las manos a las caderas, molesta porque hubiera invadido su clínica. Otra vez.
Echando las sábanas a un lado, Pedro se levantó mirándola agresivamente.
–Ni de coña. Estabas frita. ¿Qué estás haciendo, Paula? ¿Matándote de cansancio? Nadie cae rendido de esa manera a menos que haya estado bebiendo o que esté completamente falto de sueño. Es un disparate –vociferó mientras cruzaba la habitación para coger un batín gris que descansaba en una silla.
Abrió la boca para darle una respuesta cáustica, pero la cerró al verlo moverse a través de la habitación. Benditos sean sus glúteos. Aquel hombre tenía un culo tan firme que podía distinguir cada movimiento, cada contracción de sus músculos al andar. Ese sí que era el trasero que cualquier mujer querría tener. Pedro tenía toda su musculatura bien definida. Era casi perfecto, tan increíblemente masculino que cortaba la respiración. Aún tenía ligeras marcas de cicatrices en su espalda, sendas de piel más clara por las que le había preguntado años antes sin obtener una clara respuesta de por qué las
tenía.
Pedro se giró mientras se ponía el batín, permitiendo que Paula le echara un rápido vistazo a su erección matinal, marcada prominentemente por los ajustados calzoncillos.
Viendo cómo lo miraba, sonrió complacido y arqueó provocativamente una ceja.
No lo mires. Es Pedro Alfonso. Hijo de puta de marca mayor. Puede estar buenísimo, pero tiene el alma más negra que el carbón.
Despegando los ojos de su engañosa mirada verde, hizo un esfuerzo por recordar lo que quería decirle. Ah, sí.
–Lo que yo hago no es asunto tuyo. No tienes ningún derecho a sacarme de mi oficina.
–No es que te resistieras, exactamente –bufó Pedro–. Te me abrazaste al cuello cuando te llevé en brazos al coche.
¡Oh, no!
–¿Me cogiste en brazos?
Pedro levantó la mano impidiendo que continuara hablando.
–No empieces con eso. Tienes un cuerpo perfecto.
Continuó hablando con intensidad en el rostro.
–¿Qué hacías en la clínica a todas horas? Tú ya tienes un trabajo a tiempo completo. No puedes
continuar haciendo las dos cosas.
–Tengo que hacerlo. Esa gente me necesita –susurró Paula–. No tienen a nadie más a quien acudir.
Paula había dejado su práctica privada para trabajar en un hospital hacía casi un año con la
esperanza de poder pasar más tiempo en la clínica. Tenía más días libres para dedicarse a la clínica, pero había multiplicado su trabajo y empezaba a sentir la fatiga.
La expresión de Pedro se suavizó al acercarse a ella.
–No puedes salvar al mundo, Paula. Una persona sola no puede hacerlo. Nada te devolverá a Crystal.
Paula se estremeció, la mención de su mejor amiga de la niñez aún le causaba dolor. Crystal había muerto a la edad de diez años de meningitis bacteriana por no recibir tratamiento a tiempo. Sus padres, golpeados por la pobreza, no tenían seguro médico. He debido contárselo a Pedro hace años y aún lo recuerda. Esta fue una de las razones por las que quería ser médico y seguía siendo el motivo por el que mantenía la clínica abierta. Lo miró, recostada en una de las gruesas columnas de la cama.
–¿No te parece que eso ya lo sabía? Tengo un niño de cinco años a quien casi no diagnostico a tiempo. Estaba crónicamente enfermo, cansado, fatigado. Me llevó algún tiempo hacerle todas la pruebas porque no estoy en la clínica todos los días. Tenía diabetes tipo 1. Podía haber muerto.
Agachó la cabeza, mirando a la alfombra, pensando lo que podría haber pasado si no hubiera dado con el diagnóstico correcto.
–Tengo que pasar tanto tiempo como pueda allí.
El caso de Timmy la había asustado, la había obligado a entregarse aún más. ¿Qué si hubiera otro caso así, uno que no pudiera coger a tiempo?
Pedro se pegó a Paula, presionando su carga contra ella, atrapándola entre su poderoso cuerpo y la columna de la cama. Sujetándole el mentón, le levantó la cabeza y la mirada de ella se encontró con la intensa, penetrante, mirada de Pedro.
–No murió porque estabas allí. Pero no vas a ayudar a los pobres matándote de cansancio. Hay un límite a lo que puedes hacer.
–Necesito …
–Necesitas descansar. Necesitas estar bien para dar el mejor cuidado que puedas –cortó Pedro con seriedad – Te conozco, Paula. Eras una cruzada aun cuando éramos más jóvenes. No puedes salvar el mundo. Solo puedes marcar la diferencia salvando a una persona a la vez.
La empujó en sus brazos, presionando su cabeza contra el pecho mientras le acariciaba el pelo.
–Siempre supe que serías un médico fenomenal, pero te va a devorar si te dejas. Llevas el peso del mundo sobre los hombros. Siempre lo has llevado.
Paula suspiró, dándose un instante de relax en el fornido cuerpo masculino que la sujetaba
haciéndola sentir protegida, olvidando por un breve momento que odiaba a Pedro Alfonso.
– No sé qué hacer –admitió. Y era cierto. Estaba dividida entre su necesidad de sobrevivir, de pagar sus facturas cada mes, y su desesperación por ayudar a quienes realmente necesitaban asistencia médica pero no podían pagarla.
–Te voy a proponer algo –respondió Pedro, acariciando con dulzura su espalda.
–¿Qué?
Incorporándose, lo miró con curiosidad.
–Podemos hablarlo mientras desayunamos. Estoy muerto de hambre –respondió él
despreocupadamente.
–No. Tengo que ducharme y volver a la clínica. ¡Mierda! No tengo ninguna ropa aquí. Tendré que llevar el mismo uniforme y …
–Encontrarás todo lo que necesitas en el baño. Hice que mi asistente escogiera algunas cosas para ti.
Se separó de Paula y le indicó la puerta al otro lado de la habitación.
–Yo usaré el otro baño y nos vemos en la cocina.
–Ya te he dicho que tengo que irme. Tengo varias visitas hoy –respondió testaruda, cruzando la habitación camino del baño.
–No, no tienes ninguna –replicó el mientras sacaba alguna ropa del armario.
–Tengo la agenda llena hasta la hora del ensayo –le informó con indignación. De verdad pensaba que estaba tan fuera de órbita que había olvidado sus citas?
–No la tienes. Tu puesto lo está cubriendo otro médico por ahora, con la ayuda de algunas enfermeras.
Impartió esta información mientras se dirigía al tirador de la puerta.
–¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? –Paula sabía que balbuceaba, pero no tenía ni idea de qué estaba
hablando Pedro.
Él abrió la puerta y se volvió, su expresión oscura, sus ojos desafiantes.
–Fue hecho siguiendo mis órdenes. Todo lo he dispuesto yo.
–Tú no puedes tomar el control de mi clínica, Alfonso. O de mi vida, que es lo mismo –le gritó
furiosa.
–Alguien tenía que hacerlo y fui yo, cielo. Y esto es solo el principio. Nos vemos abajo.
Se dio la vuelta y salió, cerrando la puerta detrás de él.
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