miércoles, 4 de julio de 2018
CAPITULO 19 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro contuvo la respiración, observando cómo la expresión de Paula se tornaba escéptica
mientras intentaba digerir lo que le había dicho.
Sorpresa. Incredulidad. Terror. Emociones
reflejadas en los ojos avellana de Paula al mirarlo. No, él no lo sentía así realmente. No quiso decir nada de lo que había dicho excepto por lo de convertir la clínica en su trabajo permanente para hacer su vida más fácil. Pero luego vio esos malditos papeles y perdió los estribos.
Ningún hombre pone nada dentro de mi mujer, artificialmente o no. Si quiere un hijo yo le daré uno, o moriré feliz intentándolo.
Un súbito deseo de poseerla, un deseo desenfrenado, lo invadió, apretó los puños, necesitaba poseer a la mujer que estaba delante de él, una mujer a la que había deseado siempre, al parecer. Cuando decidió dejarla lo hizo porque pensó que sería lo mejor para ella.
Se acabó. No lo iba a hacer otra vez.
Evidentemente, ella no era feliz, algún tipo la había tratado como la misma mierda y no tenía la familia que siempre había querido. Estaba sola…o había estado sola. Ahora, Pedro, estaba decidido a quedarse con ella. Para siempre.
Aunque lo odiara, él la trataría mejor que cualquier otro hombre; satisfaría todas sus necesidades hasta que le suplicara piedad.
¡Que a ella no le gusta el sexo! ¡Y una mierda!
Simplemente no había encontrado un hombre que quisiera complacerla. Paula era la pólvora que él quería hacer explotar. Quería hacer un espectáculo de fuegos artificiales con ella, un orgasmo tras otro, hasta que le rogara parar, su cuerpo sin fuerzas y saciado.
Pedro no vio la palma de la mano que se acercaba a su rostro, sus fantasías y deseos tan intensos que se perdió en ellos. El golpe fue lo suficientemente fuerte como para volverle la cara y lo suficientemente sonoro como para que se oyera su eco en la cocina.
–¿Cómo puedes? ¿Cómo puedes jugar conmigo de esta manera? Hijo de puta, ¿qué te he hecho para merecer esto? –Paula siseó como una gata, con rabia en los ojos, llenos de lágrimas–. No quiero seguirte tu ridículo juego, Alfonso.
Pedro la agarró por la muñeca cuando ella estaba a punto de darle otra bofetada. Le apretó la muñeca lo suficientemente como para inmovilizarla, pero no tanto como para hacerle daño.
–No. Probablemente mereciera esa bofetada por haberte hecho daño en el pasado. Pero no voy a aceptar otra por pedirte que te cases conmigo y darte todo lo que deseas.
–Tú eres un maldito embustero. No quieres casarte conmigo, ni siquiera quieres financiar la clínica. Esto es un chiste cruel, retorcido…Y no entiendo por qué.
Se le saltaron las lágrimas. En sus ojos había dolor y confusión.
–Maldita sea, Paula.
La sostuvo en sus brazos. Ella pataleó y se retorció hasta que él la rodeó con los brazos, inmovilizándola.
–No es ningún puto juego. No soy una persona retorcida. No tanto.
Un poco sí, pero no en esto, no con ella.
Furioso, echando humo, la llevó en brazos al salón. La dejó caer sobre un espacioso sofá de piel, se echó encima de ella, sujetándole las muñecas, conteniendo sus manos agitadas por encima de la cabeza.
Respirando intensamente, Pedro la miró a la cara, sosteniendo su propio peso con las piernas, lejos de su pequeño armazón. Los ojos de Paula vertían lágrimas, un caudal que no parecía tener fin. ¡Mierda!
–Por favor, Paula, no llores.
No podía soportar que llorase. Ya había tenido suficientes desengaños y dolor en su vida.
Sabiendo que él era la causa de sus lágrimas, no importaba si intencionalmente o no, lo mataba.
Ella desvió la cara.
–Suéltame. Quiero irme de aquí.
–La oferta es sincera, Paula. No estoy seguro por qué crees que te haría una jugarreta así, pero no tengo ninguna razón para hacer eso. Piénsalo bien. No tiene sentido –suspiró frustrado.
Volvió a mirarlo y le clavó los ojos como buscando en su alma.
–Tanto sentido como que me pidas que me case contigo. Nos odiamos mutuamente.
– Tú me odias. Yo no te odio. Nunca lo he hecho –dijo con aspereza, intentado reprimir el cúmulo de emociones que lo embargaban.
–Tú no querías tener relaciones sexuales conmigo, tampoco. Y ni siquiera me respetaste lo suficiente como para romper conmigo antes de follarte a otra. Me importabas, Pedro. Y verte con esa mujer supuso una burla a todo lo que habíamos compartido. Nuestra amistad. Nuestra relación. Todo fue un chiste a mi costa.
Paula tiró de las manos y Pedro la soltó, incorporándose para darle espacio, ahora que parecía más calmada.
–Paula, yo…
–Así que disculpa si creo que esto no es más que otra puta mentira, pero no me fío de ti. Y por una buena razón –dijo, pasándose una mano temblorosa por el pelo y empujándolo hacia atrás para despejar los caprichosos rizos de la cara, cara aún humedecida por las lágrimas vertidas. –Necesito irme. ¿Puedes llevarme a la clínica para recoger mi coche?
–No. Tú te quedas aquí. El ensayo empieza dentro de unas horas –insistió él, la mandíbula tensa–. Aún no me has dado tu respuesta a mi proposición.
–Porque no creo que sea necesario, pero si quieres una, la respuesta es no. Absolutamente no –dijo cogiendo aire–. Me rompiste el corazón una vez. ¿Tan estúpida crees que soy? A menos, claro, que puedas darme una buena razón por qué estabas comiendo lengua con una mujer tan espectacular ese día.
–Porque no tenía elección –gritó con brusquedad, como una explosión surgiendo de lo más profundo de su cuerpo–. Tenía que hacer que te alejaras de mí para que no salieras perjudicada. Esa mujer, que me llevaba al menos quince años, era una agente del FBI. ¿La miraste siquiera?
Se encogió de hombros, con las emociones a flor de piel, incapaz de recordar aquel día de pesadilla sin que lo dominaran la ira y la frustración.
–Todo lo que recuerdo es que era guapa y que te tenía la lengua hasta la garganta. Y tú la manoseabas de arriba a abajo –respondió Paula con voz quebradiza, triste por el recuerdo del dolor.
–Hacía bien su trabajo. Nos habíamos encontrado para buscar la manera de protegerte. Por eso te pedí que nos viéramos allí para tomar un café. Kate decía que la mejor forma de protegerte era alienarte, pero yo no podía hacerlo. Me importabas demasiado. Ella me dijo que si realmente me importabas, debería
preocuparme por tu seguridad sobre todo. Tenía razón, pero yo no sabía cómo alejarme de ti, aunque sabía que de alguna manera tendría que hacerlo para que estuvieras a salvo. Así que cuando te vio venir, ella se encargó de hacerlo besándome y empujando su lengua hasta la garganta.
Me convenció de que la mejor manera de salvarte era hacer que me odiaras, así que, sí, le seguí el juego. No sabía si darle las gracias u odiarla hasta la muerte después de aquello. No quería poner mis manos encima de alguien que no fueras tú, Paula. Me repugnó lo que estaba pasando, sabiendo que nos estabas viendo y que te sentías traicionada. Y si crees que no he vivido con la pesadumbre de tener que haber hecho algo así desde entonces, cada puto día, estás equivocada.
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