miércoles, 4 de julio de 2018

CAPITULO 17 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula entró en el baño echando humo, tentada de correr detrás de Pedro y mandarlo al infierno. 



Pero necesitaba estar preparada. La había enfadado tanto que no iba a poder noquearlo de forma efectiva en su estado actual.


A saber quién estaría al cargo de la clínica ¿Estaban cuidando a sus pacientes debidamente? ¡Maldita sea! Se quitó el uniforme y la ropa interior, los dobló juntos para llevárselos cuando se fuera, algo que pensaba hacer inmediatamente después de que se las viera con Pedro Alfonso.


Le llevó algo de tiempo averiguar cómo funcionaba la ducha de diseño de Pedro, varios cabezales direccionales, un placer decadente que la obligó a reprimir un gemido mientras se lavaba el pelo y se enjabonaba el cuerpo. Sin sorprenderse de que tuviera gel y champú femeninos en la ducha, Paula intentaba no pensar en las tropecientas mujeres que habrían hecho algo más que ducharse con Pedro en aquella habitación, en aquella cabina. Cerrando la ducha, alcanzó una toalla mullida, se secó y se puso una loción de los muchos mejunjes femeninos que se apilaban en el tocador. Había pilas de ropa por todas partes, ropas de mujer. Y cada prenda aún llevaba su etiqueta. Pensándolo bien, todo lo que había
abierto era nuevo, incluidos el champú y el acondicionador que había usado. Comprobando la talla de unos pantalones vaqueros, se dio cuenta que eran de su talla, como el resto de la ropa, pequeña. Hasta la ropa interior era de su talla. Pero nada de aquello era exactamente su estilo. La ropa interior era extravagante, toda de seda y encaje. Los vaqueros eran ajustados, un corte más estrecho del que normalmente usaba, que le acentuaba las curvas y le marcaba el trasero. Sin hacer caso de la imagen en el espejo, se puso una camiseta, era corta y le marcaba los pechos.


¡Qué más da! Me voy a cambiar en la clínica de todas maneras.


Domó su pelo salvaje con un cepillo jamás usado que tuvo que sacar del propio paquete.


No hay pasadores.


Rastreando entre las lociones, los geles, lacas y todo el surtido de cosas, no encontró nada que le sujetara su revoltijo de rizos. Con toda la atención al detalle que Pedro había puesto, Paula supo que esto era intencionado. A él nunca le gustó que se recogiera el pelo. Abrió el armario de las medicinas y se sonrió con malicia al extraer de él un paquete de condones.


Talla XL.


A Paula le hubiera gustado creer que usar esta talla era un caso de delirio de grandeza, pero sabía que no lo era. Había sentido su erección las suficientes veces como para saber que la tenía enorme.


Sacando un condón de su envoltura, separó el anillo de látex y arrojó el resto a la basura.


Perfecto.


La goma era lo suficientemente elástica para sostener su mata de pelo en una cola de caballo a la altura de la nuca. Todo lo que necesitaba ahora era un café y volvería a ser persona. 


Recogió sus zapatos, al lado de la cama, y bajó trotando las escaleras, sin tener ni idea dónde estaba la cocina. Cuando bajó el último peldaño miró alrededor, admirando las bóvedas altísimas y la decoración sutil; la paleta de colores hacía parecer todo más ligero, más airoso y alegre.


Ya sabía que la casa de Pedro era enorme, lo suficiente como para celebrar una boda. Mirando a la izquierda vio un gran salón de estar. A la derecha vio un enorme pasillo de entrada. 


Deduciendo que la cocina estaba probablemente a la derecha, Paula se fue en esa dirección, ansiosa por encontrar una cafetera. Necesitaba sus dosis de cafeína, y la necesitaba ya. Su dolor de cabeza se había suavizado, pero aún le molestaba y su adicción a la cafeína no ayudaba. Ignorando varios pasillos más pequeños, siguió por lo que parecía un corredor principal que quizás llevaría a la cocina.


¡Sí! ¡Por fin!


Un gran arco daba entrada a la cocina que cualquier chef profesional envidiaría. Y allí, delante del fogón, se encontraba Pedro, sus rizos formándose a medida que se le secaba el pelo, vestido con unos ajustados vaqueros de diseño y un polo.


Vio cómo preparaba los platos, con habilidad, como si cocinara todos los días. Miró con nerviosismo su cartera, que estaba a un lado, en la encimera, y los papeles que había metido descuidadamente en el compartimento lateral descansaban ahora debajo de ella.


Se dirigió furtivamente hacia la encimera, deslizó los papeles de debajo de la cartera, los dobló, y los guardó en el centro de la cartera, cerrando bien la cremallera.


–Ya los he visto. Se cayeron de la cartera cuando te traje a casa anoche. Los encontré en el suelo esta mañana –dijo en un tono seco, desafiante.


Paula se puso al lado de Pedro. Doblando los brazos, frunció el ceño y apoyó la cadera en la
encimera.


–¿Los has leído?


–No intencionalmente. Pero los abrí para ver qué eran. Pensé que eran papeles que yo mismo había dejado caer.


Pedro puso los dos platos sobre la mesa de la cocina y retiró una de las sillas.


–No vas a hacerlo, Paula. Ni ahora, ni nunca –le dijo firmemente–. Ahora, come.


Le puso una taza grande de café al lado del plato, el olor la hizo salivar.


–De hecho no lo voy a hacer. No me lo puedo permitir y no es justo traer un hijo al mundo porque egoístamente quiera uno. Trabajo a horas intempestivas y no sería bueno para el bebé. Puedo adoptar en el futuro. Fue solo una idea.


Ella tenía treinta y cuatro años, cumpliría los treinta y cinco ese mismo año. La inseminación artificial había sido algo que quiso considerar. 


Probablemente no se casaría, pero quería un hijo a toda costa. De hecho, había esperado tener más cuando era más joven.


Se dirigió hacia la mesa, con la intención de tomarse el café. Antes de que diera un paso, Pedro la agarró por el brazo, haciéndola retroceder. Con los glúteos pegados a la madera inamovible, Pedro la agarró por los hombros con sus poderosos brazos, aprisionándola entre la mesa y él.


–Dime por qué. ¿Por qué querrías hacer eso? ¿Por qué no estás casada? ¿Por qué todavía no has tenido hijos de manera normal? –le riñó, sus intensos ojos llameando mientras la miraba a la cara, los músculos de la mandíbula apretados.


Ella respondió a su mirada con una mirada igualmente encendida, ardiendo de furia.


–Porque tendría que tener relaciones sexuales y no me gusta.


–¿Que no te gusta el sexo? ¿Con ninguna de tus parejas? –preguntó Pedro, su voz denotaba confusión.


–Pareja. Un novio. Lo probé, no me gustó, no lo hice otra vez. Luciano decía que yo no era una mujer sexual y probablemente tenga que estar de acuerdo con él. Tuve que tomarme unas cuantas copas antes de dejarlo hacer.


–¿Y lo creíste? ¿Te dijo que tú tenías un problema y lo aceptaste? Cuento. Tú eres la mujer más sexy que he conocido –le dijo con voz sinuosa–. Y me consta que te gustaría el sexo. Simplemente, no lo has hecho con la persona adecuada.


–No importa. No tengo ningún deseo de probarlo otra vez, razón por la cual estaba considerando la inseminación artificial –dijo, agitando sus hombros para librarse de él.


–Si hay ninguna inseminación que hacer, la hago yo. Y no será en un cuarto esterilizado con una placa petri. Todo lo que necesitas es un hombre que quiera darte placer hasta perder el juicio. Y ese soy yo – dijo con brusquedad, sus labios descendiendo para apresar los de ella.


Paula le empujó el pecho, deseosa de escapar, su corazón latiendo a toda prisa desde el momento en que sus labios se encontraron. Dios mío. Sí, Pedro podía encenderla como nadie había podido con un simple beso, pero tener relaciones sexuales era otra historia. Paula se aferró a sus hombros cuando él se apoderó de ella, su lengua rastreando la boca de Paula con cada uno de sus desinhibidos besos, que la hacían incapaz de resistirse. Se rindió, empujando con su lengua la de él, una y otra vez. Gemía de placer en los labios de Pedro, su coño anegado, todo su cuerpo entregado a quien le había reclamado la boca con un dominio de sí que la dejaba sin aliento.


Sus interminables besos continuaron, encadenándose uno con otro. Cada abrazo, más sensual. Sus enormes manos penetraron la corta camiseta, deslizándose por la piel de su espalda, su vientre, y, finalmente, acabaron cubriendo sus pechos a través del fino sujetador, acariciándole los pezones con sus pulgares con lentos, tortuosos, círculos. Obligándola a inclinarse un poco más hacia atrás, los ágiles dedos de Pedro abrieron el broche delantero del sujetador de Paula, cubriendo ahora sus pechos desnudos, adorándolos con sus manos.


Sí, sí, sí.


Separó sus labios de los de ella, con la respiración entrecortada.


–Pon tus piernas en mi cintura, Paula –le pidió.


Entregada, necesitada, no dudó en cargar su peso en él, solo hacía lo que le pedían, rodeándole el cuello con los brazos y cerrando las piernas alrededor de él, restregándose contra su pene endurecido, enorme, con abandono, gimiendo calladamente al sentir el roce contra su clítoris.


Pedro la llevó a la isla de la cocina y la depositó de espaldas sobre la superficie fría. Quitándole la camiseta, descendió sobre sus pechos desnudos para comérselos. Los apretaba y saboreaba, los mordía y los lamía, hasta hacerla gritar su nombre.


Pedro. Dios, Pedro.


Paula movía la cabeza de un lado a otro, acumulándosele la frustración. Más. Necesitaba más.


Ondeando sus caderas para darle más fricción a su saturada vagina, se varó en el rígido miembro de Pedrodeseosa de correrse.


–¡Qué buena estás, Paula! En celo, para mí.


Llevó las manos al botón del pantalón, lo desabrochó y bajó la cremallera. Él se irguió
momentáneamente y ella casi sollozó decepcionada cuando su boca se separó de sus pechos. Hasta que su mano se escurrió entre los dos cuerpos y luego en sus bragas, sus dedos invadiendo con atrevimiento sus labios vaginales, empapados hasta llegar al clítoris.


Pedro, no puedo más. No puedo.


Con el pelo enredado, arqueando la espalda mientras él dibujaba círculos alrededor del entramado de nervios, enervando su deseo hasta el punto de querer maldecirlo por no hacerla venir de una vez.


–Estás empapada. Esto es lo que necesitas –le dijo con aspereza.


–Te necesito a ti –jadeó, dándose cuenta, de repente, que quería aquella enorme verga enterrada en ella, reclamándola suya.


Los dedos de Pedro trabajaron magistralmente la vagina de Paula, acariciando la vulva con la
suficiente presión como para hacerla enloquecer.


–Córrete, Paula. Quiero ver cómo te corres.


Como si estuviera obedeciendo sus órdenes, Paula explotó cuando él aumentó la presión de sus dedos en el clítoris, haciéndola agitarse con el gemido de una persona bajo tortura.


Pedro metió un dedo en el orificio vaginal mientras que, con la otra mano, continuaba acariciándole el clítoris.


–Dios. ¡Me encanta sentir cómo te vienes! Ojalá estuviera sintiéndote con la polla.


Cuando su orificio se cerró alrededor de su dedo, Paula también lo deseó. Su cuerpo temblaba, jadeante, el ritmo del corazón retumbando en sus oídos.


Pedro sacó la mano de las bragas y la trajo hacia su pecho. Con las piernas aún alrededor de PedroPaula descansó la cabeza en su hombro, preguntándose qué era lo que acababa de pasar. Por supuesto, ella misma se había procurado algún orgasmo antes, pero nunca como este.


–Dios mío, ¿qué he hecho? –se dijo en voz baja, con una sensación de fatalidad inminente, sabiendo que su vida nunca sería ya la misma.



No hay comentarios:

Publicar un comentario