miércoles, 11 de julio de 2018

CAPITULO 39 (SEGUNDA HISTORIA)




–¿Es cierto, Mauro? ¿Eres realmente mi hermano? –le preguntó Paula con voz temblorosa.


Habían llevado a Pedro a radiología para ver si tenía alguna fractura en la columna. Mientras tanto, Mauro y Paula esperaron juntos en una oficina de la sala de emergencias, sentados uno al lado del otro, agarrándose de la mano.


A Paula le temblaba ligeramente la mano, los sucesos de aquella noche empezaban a hacerse sentir.


Había sido una noche extraordinaria… Pero ya sabía la respuesta antes de preguntarle a Mauro, estaba convencida de que era su hermano. Lo sentía en sus vísceras, en su alma. Mauro Hamilton era, verdaderamente, su hermano.


Paula lo miró y sonrió. Mauro tenía razón. Tenían los mismos ojos, un color avellana inusual, con una cenefa dorada rodeando la pupila, rodeada a su vez de un iris marrón verdoso. Cuando conoció a Pedroeste empezó a llamarla cielo por sus ojos, argumentando que el halo en torno a su pupila le recordaba una puesta de sol. Más tarde le dijo que porque ella era el sol que iluminaba sus días.


Mauro le apretó la mano un poco más.


–Es cierto. Tenía que asegurarme antes de decirte nada pero, para mis adentros, estaba convencido. En el mismo momento que te vi supe que tú y yo estábamos emparentados.


Retirando la mano, sacó su cartera del bolsillo y hurgó en ella, extrayendo una vieja fotografía, una imagen pequeña. Parecía una foto típica de escuela secundaria.


–Esta es nuestra verdadera madre –le explicó, pasándole la foto a Paula–. Es una fotografía de su último año de instituto. Te pareces mucho a ella.


Cogió la foto. Miró con atención la cara juvenil y la sonrisa despreocupada, los llameantes rizos rojos y los ojos marrones. Rasgos muy similares a los de ella.


–¿Aún vive? –preguntó curiosa–. ¿Cómo la encontraste?


Mauro se pasó la mano por el pelo, con tristeza.


–No. Murió a finales de los ochenta, en un accidente de coche, con su tercer marido, que conducía borracho.


Paula no había conocido a la mujer de la fotografía. A pesar de todo, la invadió una sentimiento de orfandad. Probablemente siempre había esperado que algún día su verdadera madre la encontraría, que la mujer que la había traído al mundo la había querido pero tuvo que abandonarla. Admitió para sí que probablemente había imaginado un cuento de hadas. De hecho, esta era la razón por la que nunca había hurgado en los papeles o buscado a su madre biológica. Mientras no supiera la verdad…había esperanza, ¿o no? En su juventud, la ilusión de que su madre algún día la buscaría le había ayudado a sobrevivir una
casa de acogida tras otra, aferrándose desesperadamente a la esperanza de que sus padres la querían de verdad pero no pudieron hacerse cargo de ella. Años más tarde decidió que no quería saber la verdad. Su corazón, herido y maltratado por demasiados años de rechazo y sufrimiento.


Con un dedo sobre la foto, Paula respondió en voz baja.


–No sé de ella mucho más que su nombre. Se llamaba Alicia Messling. El nombre de mi padre era Victor Dunn. No estaban casados y apenas tenían los dos dieciocho años –recordó–. ¿Sabes tú algo más? –interrogó Paula, preparada para oír sus respuestas. Ahora tenía a Pedro… y a Mauro. Lo que hubiera en
el pasado no podía causarle daño nunca más.


Mauro volvió a cogerla de la mano mientras le hablaba.


–No estaban casados cuando tú naciste, pero se casaron antes de que yo naciera. Tú tenías dos años y yo era un bebé cuando nuestro padre murió. Lo atropelló un coche un día camino del trabajo, dejando a nuestra madre sin ingresos y con dos niños, sin ninguna forma de salir adelante –respiró hondo antes de seguir–. Por lo que he sabido, no tuvo más remedio que abandonarnos. Quiero pensar que lo hizo por
nuestro bien. Acabó casándose dos veces más, probablemente porque era la única forma que tenía de sobrevivir.


Se volvió para mirar a Paula, con algo de remordimiento en la mirada.


–No lo sabía, Paula. Si lo hubiese sabido, hubiera removido cielo y tierra hasta encontrarte. Tuve suerte. Fui adoptado casi inmediatamente. Mis padres tenían dinero y yo fui un niño privilegiado mientras que tú fuiste de mano en mano. Lo siento. Lo siento muchísimo –añadió, con la voz rota por la emoción y el dolor–. Cuando mis padres murieron, creía que no tenía a nadie más.


Paula miró a los ojos contritos de Mauro. Le dolía el pecho por todas las lágrimas contenidas.


–Yo tampoco lo sabía. No era culpa tuya, Mauro. Sencillamente, me alegro de tenerte aquí ahora.


Y estaba feliz. Su corazón, rebosante de felicidad. Tenía a Pedro, tenía a su hermano y tenía amigos a los que les importaba. Para una mujer que una vez se sintió mal querida, era todo lo que necesitaba.


–Yo también, Paula. Quiero llegar a conocerte, ser un hermano para ti. ¿Me dejarás? –preguntó Mauro titubeante.


Las lágrimas bañaban las mejillas de Paula. 


Miraba a su hermano, compasivo y solidario, que seguía estando increíblemente atractivo de esmoquin, aunque el suyo había perdido algo de su apresto.


–Por supuesto. Siempre había deseado tener un hermano –le dijo nostálgica, soltándose de la mano y rodeándole el cuello con sus brazos, aferrándose a él como sellando su vínculo. 


Desde el primer momento, Mauro despertó en ella su instinto de protección, la necesidad de mitigar su dolor. Probablemente no sucedería hoy o mañana, pero estaba decidida a verlo feliz de nuevo. Algún día.


Paula suspiró cuando los brazos de Mauro la rodearon, empujándola hacia él en un intenso abrazo.


–Encontrarte fue algo que no me esperaba nunca, pero estoy agradecido por haberte encontrado. Ojalá te hubiera encontrado antes. No quiero pensar en todo lo que sufriste en tu niñez. Tuvo que ser muy duro para ti.


Ella se pegaba a él, la mejillas cubiertas de lágrimas, percibiendo en el abrazo que Mauro era un hombre capaz de sentir intensamente.


Mauro. Necesitas cerrar tus heridas. Tienes tanta tristeza acumulada.


Paula podía percibir la soledad de Mauro en la deseperación de su abrazo. Su hermano vivía con dolor, pero nada podía hacer por él excepto abrazarlo fuertemente, esperando que la felicidad de haberlo encontrado pudiera llenar un espacio en su alma vacía.


–¡Eh, tú! Quítale las garras de encima a mi novia.


El bufido divertido de Pedro les llegó desde la puerta. Mauro y Pedro intercambiaron sonrisas. Los dos parecían aliviados por el hecho de que no tuvieran que pelearse más por ella.


Paula soltó a su hermano, volviéndose a Pedro con gesto de preocupación.


–¿Te ha dicho el médico que podías andar? –preguntó, amonestándolo.


Su corazón saltó de alegría cuando miró a Pedro, que todavía llevaba los pantalones del esmoquin debajo de la bata del hospital. Estaba magullado y probablemente lleno de moratones, pero nunca había estado tan guapo. Su sonrisa reflejaba el dolor físico y sus habituales zancadas se habían ralentizado por la molestias causadas por los golpes, pero qué guapo estaba. Especialmente porque Paula se había temido que estuviera seriamente lesionado, o algo peor.


Él le dirigió una sonrisa de un lado, maliciosa.


–Sí, señora doctora, me lo ha dicho. Lo hice venir a radiología para mirar los resultados de los rayos X inmediatamente. No me iba a quedar atado a la puta camilla, dura como una piedra, más de lo necesario.


Se encaminó hacia ella, y le dio un prolongado beso en la mejilla. Paula contuvo la respiración, sin entender cómo un beso inocente podía ser tan sensual.


Porque el mínimo roce de Pedro está repleto de sensualidad y siempre me excita. Mucho.


–¿De modo que estás haciendo valer tu poder económico por aquí también, obligando a los médicos a hacer lo que tú quieras? –preguntó, intentando ocultar su regocijo. Estaba convencida de que Pedro no le había pedido nada al médico amablemente. Pedro se lo habría exigido… y como era uno de los generosos donantes de la clínica, harían lo que les dijera.


–Tú eres médico y nunca me ha servido contigo –murmuró contrariado.


Paula se cruzó de brazos, levantando una ceja y mirándolo a los ojos.


–Eso es porque te conozco bien desde hace años. Tus tretas de seductor no funcionan conmigo –le informó, intentando mantener la compostura.


Para ser honesta, apenas podía reprimir el deseo de arrojarse a sus brazos y abrazarse a él hasta convencerse de que estaba del todo bien. 


La imagen de Pedro saltando por encima del hueco de la escalera para protegerla no dejaba de obsesionarla, como una horrible pesadilla. 


¿Qué clase de hombre haría algo así?


Un hombre a quien le importas más que su propia vida.


–Me quieres. Lo sé –le dijo Pedro, en su voz un tono juguetón, lleno de vulnerabilidad, mientras le pasaba el dorso de la mano por la mejilla.


Paula sonrió, incapaz de contenerse más. Había escuchado a Pedro y Simon tirarse puyas muchas veces. Había oído a Pedro decirle esas mismas palabras a su hermano. A las cuales la respuesta de Simon era casi siempre la misma… “Hoy no”.


Le cogió la mano y la mantuvo sobre su mejilla.


–Pues sí. De hecho te quiero. Te quiero a todas horas –respondió dulcemente, mientras se le aceleraba el corazón.


Verdaderamente, ¿cómo podía responderle de otra manera? Pedro necesitaba amor y ella no podía pretender más que su mundo no era él. 


Se acabó para ella ocultar sus sentimientos, no revelar cómo sentía. Pedro la había asustado hasta casi morir esa misma noche. La vida era demasiado corta para callarse lo que sentía.


Pedro se le saltaron las lágrimas, destellando con el color de la exquisita gema que reflejaban.


–¡Joder, cariño! Tu reacción me gusta más que la de Simon –carraspeó emocionado, entrelazando su mirada con la de ella, sus ojos hablando por él–. ¿Tú sabes cuánto he esperado oírte decir estas palabras?


Paula negó con la cabeza, incapaz de hablar.


–Siempre –replicó enfático, envolviendo con sus dedos los dedos de Paula, su agarre tan fuerte que era casi doloroso–. Vámonos a casa.


–Aún no te han dado el alta y tú te quedas aquí hasta que yo haya hablado con el médico.


De ninguna manera se iba a ir Pedro de allí sin que ella supiera exactamente cuáles eran sus lesiones.


–Tirana –acusó con una sonrisa devastadora–. Me pone. ¿Quieres jugar a los médicos cuando
lleguemos a casa?


A Paula le recorrió un escalofrío. La idea de examinar el cuerpo de Pedro al detalle la hubiera excitado si él no estuviera magullado hasta las cejas.


–Necesitas tomártelo con calma. Vas a estar dolorido algún tiempo –respondió, ignorando sus
insinuaciones.


Pedro arrugó la frente, pero cuando iba a abrir la boca para responderle, el doctor de la sala de
emergencias entró en la habitación.


Paula conocía al doctor de pelo canoso, algo mayor, y se adelantó para hablar con él acerca del tratamiento y los cuidados que necesitaría Pedro. De reojo, vio cómo Mauro ayudaba a Pedro a ponerse la camisa. Por comodidad, no se puso la chaqueta. Pedro se quejaba, impaciente con todo lo que le obligaba
a aminorar la marcha.


En el mismo instante en que el médico de emergencias abandonó la habitación, Pedro se dirigió decidido hasta la puerta.


–¡Un momento! –le gritó Paula–. Tenemos que recoger el tratamiento y firmar el alta, Pedro.


Lo agarró ligeramente por el faldón de la camisa. 


Él la cogió de la mano 


–Nos vamos –dijo Pedro ásperamente, queriendo llevársela de allí, con Mauro detrás de ella.


Paula miró a su hermano, su sonrisa iluminándole el rostro al ver a Pedro dando zancadas, dirigiéndose testarudo hacia la puerta.


Mauro se encogió de hombros y Paula puso los ojos en blanco. Por suerte, se encontraron con una enfermera en la puerta y Pedro cogió el bolígrafo y garabateó su nombre en el alta médica, sin apenas alterar su rumbo. Paula cogió los papeles y le arrebató el informe del tratamiento a la enfermera.


Sonriendo, siguió felizmente a Pedro.


–No necesito las putas pastilla. Todo lo que necesito eres tú – gruñó Pedro, camino de la salida, sujetando aún más fuertemente la mano de Paula.


No fue exactamente un momento romántico o tierno, pero viniendo de Pedro, el comentario era genuino e hizo suspirar a Paula.


Veinte minutos más tarde llegaban a casa.




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