miércoles, 11 de julio de 2018
CAPITULO 40 (SEGUNDA HISTORIA)
–¿Por qué no me quitaste la virginidad cuándo éramos jóvenes? –preguntó Paula, tumbada al lado de Pedro, tan próxima a él como consideraba seguro en aquella enorme cama. Él hacía todo lo posible para que se acercara más a él, pero ella se escabullía, preocupada por sus dolores.
A Pedro le habían salido moratones por toda la espalda y las piernas y tenía algunas contracturas musculares. Por suerte, no se había roto nada, pero estaba segura de que le dolería todo el cuerpo. Se le notaba al andar, en la expresión de dolor de su cara. Lo había desvestido, excepto por los calzoncillos de seda, y lo había acostado. Luego, ella misma se metió en la cama después de ponerse una camisola de seda y de haber necesitado, prácticamente, forzarlo a tomarse las patillas para el dolor.
–No podía hacerlo –respondió llanamente, titubeante, pasándose la mano por el pelo, frustrado, no sabiendo muy bien cómo contestar.
Probablemente, en otro tiempo, Paula hubiera tomado su respuesta como un rechazo. Pero ahora no.
No después de todo lo que había ocurrido entre ellos. Ella sabía bien la respuesta, pero quería oírla de él.
–¿Por qué? –preguntó dulcemente–. ¿Fue porque te habían maltratado y abusado sexualmente de ti?
Estaba cansada de evadir el tema.
–¿Lo sabías? –preguntó tranquilamente, su voz grave delatanado sorpresa.
–Leí tus informes médicos, Pedro. ¿No te acuerdas? Esa información estaba allí también –admitió Paula, buscando su mano para reconfortarlo.
–¡Mierda! –carraspeó. Le apretó la mano a Paula, su cuerpo tenso–. No era mi intención que lo supieras. No debías saberlo. Es una vergüenza. No te merezco. Fui una rata de callejón que puso su cuerpo a disposición de otros hombres.
Su voz ronca, atormentada.
–Abusaron de ti –insitió Paula, indignada–. No tienes nada de qué avergonzarte, Pedro. No fue culpa tuya.
Se incorporó sobre un codo, capaz de ver la cara de Pedro a la luz de la luna que entraba por la ventana, pero no sus ojos. Pedro estaba echado y tenía el cuerpo rígido, nada se movía.
–No abusaron de mí. Les dejé hacerlo –respondió secamente.
–Para proteger a Simon –añadió ella–, para que lo dejaran en paz.
–Qué importa por qué. Yo consentí –respondió con rigidez.
–Claro que importa, Pedro– replicó Paula con suavidad, acercando la mano a la mejilla de Pedro–. Cuéntamelo todo –le rogó.
¿Cómo podría convencerlo, por su parte, de lo
heroico que había sido sacrificarse por Simon?
Él se sometió al dolor y la humillación para evitar que su hermano se convirtiera en otra víctima de su padre, a quien le pagaban en drogas y alcohol por el uso de su hijo.
Pedro dejó escapar un suspiro viril.
–Una noche, oí a mi padre hablando con unos individuos. Estaban cerrando un trato. Era un grupo de hijos de puta de la organización a los que les ponía tirarse a críos. Querían a Simon, que era un niño indefenso. Mi padre estaba dispuesto a hacerlo, iba a dejar que le hicieran eso a Simon. ¡Hijo de puta! ¿Cómo puede un hombre sacrificar así a su hijo? No puedo haber ninguna razón.
A Pedro le palpitaba el pecho mientras hablaba.
–Simon estaba en la escuela primaria, era un mocoso. Inocente. Le dije a mi padre que lo mataría si le ponía una mano encima a Simon y me dijo que había hecho un trato y que estaríamos todos en peligro si no lo cumplía. Así que dejé que aquel cabrón me entregara a mí en lugar de Simon.
Paula exploró las mejillas y los rizos de Pedro con sus manos. Su hombre, dulce, protector, intrépido, se había ofrecido en lugar de su hermano.
–Te hicieron mucho daño –le susurró con lágrimas asomándole a los ojos.
–No quería que lo supieras, Paula.
Hablaba con la voz entrecortada. La tortura de revivir todo aquello, evidente.
–Me preguntaste cómo me había hecho las cicatrices en la espalda. Me las hicieron cuando me hacían tanto daño que me peleaba con ellos. Les dejaba hacer, pero la mayoría de la veces tenían que obligarme a someterme.
–Mi pobre Pedro. Te quiero, cariño. No soporto el dolor que sufriste y si encontrara a esos hombres, probablemente los mataría yo misma. A la mierda con el juramento hipocrático –respondió con odio–. No fue culpa tuya. Tú fuiste valeroso y fuerte. Y abusaron de ti, te violaron, te maltrataron. No importa que tú te ofrecieras a hacerlo. Al contrario, lo hiciste para ahorrar el dolor a Simon. Es aún más triste.
Paula terminó con un sollozo que no pudo contener.
–No llores. Por favor. Fue hace mucho tiempo –dijo dubitativo, soltándola de la mano. La rodeó con un brazo y la pegó a él.
–No. Estás dolorido –le advirtió Paula severamente.
–Dolerá más si te resistes –le respondió–. Y duele aún más no tenerte cerca de mi.
Eso la desarmó. Intentó estar lo más quieta posible, pegada a él.
–¿Lo sabe Simon? –preguntó, buscando una confirmación.
–No. Nadie lo sabe excepto mi terapeuta y ahora tú. Mi madre se odiaría a sí misma por lo que pasó, al igual que Simon.
–¿Te ayudó la terapia?
–Sí. Me ayudó con la mayoría de mis problemas. Me temo que no he superado lo de ser tocado.
Normalmente intento dar tanto placer a la mujer que ninguna se ha preocupado realmente de tocarme– dijo sinceramente.
–A mí me preocupa. Quiero tocarte, Pedro. Quiero darte placer –le dijo Paula, con voz de amante, cálidamente–. Cuando éramos jóvenes estaba confundida. Creía que me querías, pero no me llevaste a la cama.
–Te quería –resonó, acercándola aún más a él–. Hablaba en serio cuando te dije que había estado soñando contigo durante años. Tú eras lo mejor que me había pasado, pero me sentía sucio, contaminado, indigno de ti.
–¿Y ahora? –interrogó, incorporándose otra vez sobre un brazo y pasando la mano ligeramente por el pecho delineado de Pedro.
–Ahora no puedo hacer nada. Tuviste una oportunidad para encontrar a alguien mejor que yo. No tienes escapatoria –respondió él, acariciando sus rizos, masajeándole la cabeza–. Accediste a casarte conmigo.
–No puede haber mejor hombre para mí, Pedro.
Paula bajó la mano desde el pecho hasta el abdomen, dibujando mariposas con el dedo.
–O dejas de tocarme o te vas a ver boca arriba en cuestión de segundos –le advirtió Pedro con un tono que rebosaba deseo.
–¿No te duele? –le preguntó Paula, su liviano toque detenido en la cinturilla de sus calzoncillos.
–Lo único que me duele ahora mismo es la picha. Y no es por caerme por las escaleras. Dios mío, Paula. Todo lo que necesito es pensar en ti, olerte, sentir tu contacto y ya estoy listo para follarte – gimió Pedro, bajando la mano hasta cubrir el dorso de la mano de Paula.
–Ahora no lo estás. Estás seriamente magullado. No lo vas a disfrutar –le dijo secamente.
–Pero si no lo hago será una tortura –bromeó–. Te necesito demasiado.
–Quiero tocarte –le susurró ella, zafando su mano y deslizándola por debajo de los calzoncillos–. ¿Me vas a dejar? Por favor. Quiero que te quedes tumbado y que te estés quieto. Yo hago todo lo demás. ¿Vas a poder?
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