miércoles, 19 de septiembre de 2018
CAPITULO 33 (SEPTIMA HISTORIA)
—Ha sido una de las experiencias más aterradoras de mi vida, y soy agente del FBI —murmuró Paula en tono coqueto cuando Pedro aterrizaba con el helicóptero en la pista de aterrizaje de los terrenos de los Alfonso. Pedro pilotaba como si condujera un auto: rapidísimo, ya que su principal objetivo era la velocidad.
—Debo informarte de que soy uno de los mejores pilotos de helicóptero del mundo —respondió él con arrogancia, como si se hubiera ofendido, mientras apagaba los motores—. Te dije que te llevaría a Denver y te traería de vuelta rápido.
—¿Hace cuánto tiempo que vuelas? —preguntó ella con curiosidad mientras se quitaba los auriculares. Paula había montado en bastantes helicópteros y no cabía duda de que Pedro Alfonso era bueno. Pilotaba con tanta confianza que no importaba lo loco estuviera, en realidad Paula no había pasado ni un momento de miedo. Pero era divertido echarle la bronca por su manera de hacer las cosas sin rodeos.
—Desde no mucho después de tener edad legal para conducir —respondió, todavía contrariado—. Me saqué la licencia de piloto al año siguiente.
—¿Qué más pilotas?
Pedro le lanzó una sonrisa.
—Cualquier cosa que vuele, nena.
—¿No tienes piloto? ¿Lo pilotas todo tú mismo?
—Sí. Estoy mucho más cómodo si tengo el control.
—Joder. Supongo que eso arruina mis posibilidades de unirme al club de los que han tenido sexo en un avión —respondió en broma, asegurándose de sonar decepcionada mientras se desabrochaba el cinturón del asiento de pasajeros.
Pedro se movió tan rápido que casi parecía borroso cuando saltó del asiento delantero al banco trasero que Paula apenas lo vio.
—Vuelve aquí. Estaré encantado de iniciarte —dijo con voz ronca.
Ella se volvió para mirarlo cuando él se recostó contra el asiento trasero, la mano plegada sobre el abdomen, esperando.
—No estamos en el aire —dijo ella sin aliento.
Sus ojos recorrieron a Pedro hambrientos. Se le calentó la sangre ante la idea de sentarse a horcajadas sobre él en ese preciso instante y tomar lo que quería. No podía importarle menos el club la milla de altura. Pero claro que lo deseaba a él. Constantemente.
Desesperadamente. Casi dolorosamente.
—Creo que las reglas dicen que tienes que tener relaciones sexuales en un avión mientras está en el aire. Ya estamos altos aquí, en las montañas, más de una milla, y definitivamente estamos en una nave. Técnicamente diría que estamos bien —respondió él con entusiasmo—. Ven aquí o iré a por ti. Te he necesitado todo el puñetero día, Paula. No quiero esperar más.
Paula suspiró.
—No podemos hacer esto aquí. —Echó un vistazo a la pista de aterrizaje a través de la ventana, la porción que había usado Marcos aún clausurada para la investigación. No vio a nadie por allí y Pedro había aterrizado en el extremo opuesto del pequeño aeropuerto. Sin embargo, era arriesgado.—Podría ir o venir gente.
—Conozco a dos personas que definitivamente van a venirse —dijo él con voz áspera. Se cruzó de brazos—. Ven a mí. Te reto. Toma lo que quieras. —Él le lanzó el desafío intencionadamente, la mirada ardiente y indicándole que fuera a él. «Mierda. Sabe cuánto lo deseo y está absolutamente seguro de que no me echaré atrás ante un desafío suyo».
Se mordió el labio, intentando controlar su deseo innegable. A Pedro le gustaba ponerla a prueba, empujar sus límites, pero no se daba cuenta de que cuando se trataba de él, sus límites se estaban ensanchando bastante.
—¿Qué quieres tú? —le preguntó ella tono seductor. Se arrodilló en el asiento del pasajero y se quitó el suéter que llevaba. Jugaría aquel juego y lo saborearía porque él la deseaba tanto como ella lo deseaba a él.
—Ahora no juegues conmigo, nena —gruñó él mientras se quitaba la camisa y la dejaba caer al suelo del helicóptero.
Él le sostuvo la mirada mientras ella se contoneaba torpemente para quitarse los pantalones y la ropa interior, y luego se desabrochó el sujetador y se lo quitó.
Se estremeció cuando el aire sopló sobre su piel desnuda, desnudo ahora su cuerpo.
—¿Quién dice que estoy jugando? —Ella lo miró con una ceja levantada; le encantaba su cara de sorpresa. Sabía que en realidad él no esperaba que se desnudara en su helicóptero y aceptara
su desafío.
Sus ojos vagaron por la erección visible que intentaba reventar la cremallera de sus pantalones. Su camisa gris de manga larga abrazaba sus brazos y su pecho musculosos; el color combinaba perfectamente con sus ojos.
—Dios, Paula. Vas a matarme. —Gimió y le tendió los brazos.
Trepando por encima de los controles y del asiento, literalmente se cayó a horcajadas sobre Pedro. Él la envolvió con los brazos de inmediato, una mano apareció detrás de su cuello y atrajo su cuerpo ruborizado contra él.
Respiró profundamente y le acarició el cuello con la nariz.
—A la mierda el club. Te llevaré tan alto como quieras —comentó en tono punzante, su aliento cálido en el cuello de Paula—. Tu olor hace que quiera ahogarme en ti. —Mordió su piel y luego la lamió—. Tu sabor hace que quiera devorarte. —Metió el brazo entre sus cuerpos y pasó un dedo por su sexo empapado—. Y esto hace que quiera joderte hasta que grites. —Su boca se cerró sobre uno de sus pezones endurecidos.
Paula se echó hacia atrás. Pedro nunca la dejaría caer; confiaba completamente en él.
—Te deseo, Pedro. Por favor. —Pasó sus manos por su fuerte torso, adorando la sensación de su piel caliente bajo los dedos. Cuando se puso de rodillas, le dio espacio para que se desabrochase y se bajase los pantalones con el fin de liberar su miembro dilatado. —¿Nunca llevas ropa interior? —gimió al sentir el acero sedoso de él contra su sexo ardiente.
—Casi nunca desde el día en que te conocí.
Ella sofocó una carcajada ante su tono serio.
—¿Entonces siempre estás listo? —Descendió sobre él, temblando mientras deslizaba su sexo por el ancho y duro tronco de su miembro.
—Siempre tengo esperanzas —corrigió él mientras le colocaba las manos sobre las caderas—. ¿Quieres conceder su deseo a un hombre optimista?
Las ansias de Pedro la envalentonaron. Cómo sonaba, cómo hablaba con ella hacía que se sintiera como si fuera una diosa, como si él fuera afortunado por tenerla. Se sentía como la mujer más deseable de la tierra. Probablemente porque pensaba que Pedro era el hombre más sexy del planeta y la deseaba a ella.
—No puedo conceder deseos —le dijo ella en tono coqueto mientras agarraba su espada y se la colocaba contra la vaina—. No soy mágica.
—Para mí lo eres —gruñó Pedro mientras la guiaba hacia abajo, sobre él—. Móntame, Paula. Toma lo que quieras, lo que necesites de mí.
El corazón se le aceleró al mirar sus ojos tumultuosos, fundidos de deseo, y una de las cosas más bonitas que había visto. Se le cortó la respiración cuando él la atrajo hasta abajo para sentarse mientras estaba completamente dentro de ella.
—Me siento muy necesitada —dijo ella meciendo las caderas.
—Gracias, joder —gimió él. Le agarró el trasero y volvió a mecerla contra él.
Paula empezó a moverse, usando las piernas dobladas para hacer palanca y mantener el equilibrio, y se abrazó a los hombros de Pedro. Ella cerró los ojos; absorbió su esencia, dejó que su cuerpo ondulara con el de Pedro de manera erótica, satisfactoria, y dejó que llenara sus sentidos por completo.
Se movieron juntos como uno, y Paula saboreó la lenta acumulación de calor, la intimidad de tenerlo dentro de sí, la sensación de su mano subiendo y bajando por su espalda suavemente.
Aquello no era una carrera hasta la meta.
La urgencia estaba allí, pero era como si ninguno de ellos quisiera que terminara.
Sus manos se clavaron en su cabello; ella bajó su boca hacia la de él y enredó sus lenguas en un baile sensual e íntimo mientras ella se movía más fuerte, más rápido.
Pedro gimió en su boca. Le acarició el trasero, agarrándolo finalmente como si se hubiera hundido y levantó las caderas para intensificar la fuerza de su penetración, jodiéndola como si la necesitara, como si tuviera que poseerla completamente.
—Mía —dijo mientras Paula apartaba su boca de la de Pedro—. Eres mía, cariño. Nunca te dejaré marchar.
Sus palabras dominantes desencadenaron el clímax de Paula; su cuerpo se hizo eco de su declaración mientras se restregaba contra él, tratando de reclamarlo como suyo con su cuerpo.
Deseaba.
Necesitaba.
Estaba desesperada.
Ella era… suya.
—¡Ah, Dios! ¡Pedro! —Jadeó cuando las ondas se convirtieron en olas gigantescas que cayeron sobre ella. Paula se aferró a él, echó la cabeza hacia atrás y gritó cuando su orgasmo le atravesó el cuerpo. Sintió que Pedro se estremecía contra ella y la seguía hacia el abismo con un gemido de éxtasis.
Él la abrazó con codicia, un brazo alrededor de su cintura y el otro en el trasero.
—Eso ha sido mucho más de una milla de altura.
Paula sonrió mientras sostenía la cabeza de Pedro contra sus pechos.
—Desde luego —convino, aún aturdida, el cuerpo flácido contra el de Pedro.
Aún sobrevolando las nubes, Paula se preguntó si alguna vez volvería a bajar.
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