miércoles, 5 de septiembre de 2018
CAPITULO 40 (SEXTA HISTORIA)
Dos días después, Pedro frunció el ceño al ver la camisa sobre la cama, una que Paula le había traído de su expedición de compras. Le encantaron las botas de senderismo que le había regalado y su mujer había sido lo bastante considerada como para tratarlas con un líquido resistente al agua, pero no iba a ponerse una condenada camiseta de los Broncos. Tomó la camiseta de algodón naranja y azul como si fuera una serpiente venenosa.
—No voy a ponerme esta camiseta. —Paula estaba en la cocina, preparando algo para desayunar antes de salir a hacer senderismo, y Pedro vociferó lo bastante alto como para que Paula lo oyera.
Ella estaba en la puerta del dormitorio pocos segundos después. A Pedro se le puso duro como una piedra de inmediato cuando ella lo miró de arriba abajo. Sus ojos se detuvieron sobre su pecho desnudo.
—Ummm… qué lástima. Personalmente, nada me parece más sexy que un hombre con una camiseta de los Broncos. Estarías muy atractivo. No sé si podría no tocarte. —Suspiró, sonaba atormentada, y volvió a la cocina.
«¡Joder! Después de ese comentario Voy a ponerme la maldita camiseta».
Tirando de ella por encima de la cabeza, bajó la estúpida prenda para cubrir la cinturilla de sus pantalones. Si a Paula le parecía más atractivo,
probablemente haría casi cualquier cosa. Sí, sabía que estaba manipulándolo, pero no le importaba una mierda. Hacer feliz a Paula y mantenerla excitada se había convertido en su principal misión en la vida.
Rara vez habían salido de la cama durante los últimos días, y solo habían salido de la casa una vez para que pudiera llevarla a cenar al resort.
La comida era excelente, pero lo único en lo que había podido pensar Pedro era en el corpiño escotado de su sensual vestido rojo, en la cantidad de piel que quería explorar con las manos y con la boca. Incluso se saltó el postre de chocolate cuando Paula se negó a comer nada de postre ella misma, incapaz de llevarla
de vuelta a casa, a la cama, lo bastante rápido para su gusto.
Miró con el ceño fruncido la tarjeta de crédito que Paula había dejado en la cómoda del dormitorio, sin usar. Había pagado todo ella misma en su salida de compras, hecho que lo conmovía y lo enojaba a la vez. Quería cuidar de ella, darle todo lo que quisiera. La mayoría de las mujeres habrían aceptado la tarjeta y la habrían cargado hasta el límite, lo cual posiblemente habría llevado un tiempo. Los límites de sus tarjetas no eran precisamente promedio. «Pero Paula no. ¡Joder, no!». No la había utilizado en absoluto, sino que la dejó en la cómoda sin hacer ruido. Claro que ella tenía dinero, pero él tenía mucho más y ella no estaba aprovechando al máximo los ingresos de su herencia exactamente. Pedro sacó su cartera del bolsillo trasero de sus pantalones y guardó la tarjeta a la fuerza. Los recibos y tarjetas de visita revolotearon hasta la alfombra. Los recogió, volvió a meterlos en su cartera y se dirigió a la
cocina. El estómago le rugió al oler el tocino.
«Dios. Paula sabe cocinar».
Tenía que ser una habilidad que había adquirido después de marcharse de casa. Ciertamente, no lo había aprendido de la inútil de su madre. A Pedro le dolía el estómago solo de pensar en cómo había pasado su adolescencia Paula con una madre que no la quería. La mayor parte de su vida había sido solitaria, a pesar de que tenía a sus hermanos.
«Igual que la mía».
Era un cabrón estúpido, esperando perseguir a la única mujer de su vida a la que quería realmente. Y ahora que la tenía, Pedro estaba aterrorizado de volver a perderla. Eso no podía ocurrir, no iba a ocurrir. Necesitaba confesarle su plan de casarse con ella, decirle que le había mentido.
«Me odiará».
Después de haberle desembuchado todo su pasado, la culpa le corroía las entrañas por no haberle contado toda la verdad. Lo único que se lo impedía era el miedo, un potente silenciador.
Si Paula lo supiera, temía que nunca tendría
oportunidad de quedársela para siempre, que era exactamente lo que planeaba hacer. Lo de las dos semanas era una mentira completa, y él lo sabía. Estaba haciendo todo lo posible para que ella se hiciera adicta a él, a estar juntos.
Dios sabía que él era un yonqui completo y absoluto de Paula. No podía perderla de vista durante mucho tiempo sin tener graves síntomas de abstinencia.
«¿Cómo voy a lidiar con su carrera?».
Si quería que renunciase a su carrera, Paula sería infeliz si lo hiciera. Sin embargo, tampoco podía permitir que se arrojara al peligro. Tal vez pudieran llegar a un acuerdo; él iría con ella donde necesitara ir y se aseguraría de que estuviera a salvo.
«Si me perdona. Si realmente quiere quedarse conmigo… »Por Dios, lo hará, aunque tenga que secuestrar su dulce trasero otra vez.
Ya no voy a vivir sin ella. Su negativa a seguir casada conmigo no es un resultado aceptable.
»Mía. Ahora es Paula Alfonso y me pertenece».
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