miércoles, 5 de septiembre de 2018
CAPITULO 42 (SEXTA HISTORIA)
Paula estiró el brazo y se agarró con las manos a sus hombros cuando él se dejó caer de rodillas e hizo un remolino con la lengua sobre su vientre. Ella cayó arrodillada con un gemido ahogado antes de que Pedro pudiera terminar de limpiar la piel cálida de su abdomen.
Derribándolo al suelo, Paula se sentó a horcajadas sobre sus piernas, la boca voraz mientras le lamía el torso y el cuerpo, abriéndose camino hacia abajo.
Pedro saboreó la sensación de sus labios sobre él, cerró los ojos y se estremeció cuando la lengua de Paula se movió sobre su estómago. Si le tocaba el pene, estaba perdido.
Incorporándose, la incorporó, la atrajo hacia sí, le cubrió la boca con los labios y la devoró.
Sus manos pegajosas le soltaron la cola de caballo y empuñaron su cabello mientras la marcaba como suya, perdiendo el control a medida que le metía la lengua en la boca y le sostenía la cabeza inmóvil para que lo aceptara. Pedro gruñó cuando ella le clavó los dedos en el pelo, apoyó el cuerpo contra el suyo y se rindió a su brutal posesión.
Ambos salieron del beso con la mirada salvaje y silvestre. El deseo erótico vibraba en el aire cuando Pedro se puso de rodillas, le dio la vuelta a Paula sobre su cuerpo y cayó contra el suelo de baldosas. Atrajo sus caderas hacia delante hasta que se sentó a horcajadas sobre su cara. Las palmas de Paula se apoyaron junto a sus caderas para mantener el equilibrio; su boca se cernía sobre su pene. Pedro la oía gemir mientras le lamía el chocolate de la cara interna de los muslos bruscamente.
—Ah, Dios. Pedro —gemía. Su aliento pesado y cálido soplaba sobre su pene.
Él perdió completamente la cabeza cuando la lengua de Paula le rodeó el glande, cogiéndole el truco rápidamente a una postura que nunca había experimentado.
«¡Joder!».
Sabiendo que llegaría al orgasmo rápido y duro, se sumergió entre sus muslos y gimió cuando su deseo líquido lo consumió.
Agarrándole fuertemente el trasero, la atrajo hacia abajo y enterró el rostro en su sexo,
lamiendo una mezcla del dulce que le había untado y su propia excitación.
Estaba resbaladiza, caliente y tan condenadamente deliciosa que Pedro no fue
amable. Sus dientes le mordían el clítoris suavemente; su lengua trabajaba enloquecida sobre el pequeño manojo de nervios.
Sentía su boca caliente mamándole las pelotas con delicadeza y entonces, para su sorpresa, Paula le clavó los dientes en la parte superior del muslo lo bastante fuerte como para dejar marca.
«¡Dios! Está marcándome igual que hice yo con su cuello».
El acto era tan condenadamente carnal y posesivo que Pedro gimió en su piel caliente.
Las vibraciones trajeron consigo un largo gemido de Paula cuando se metió todo el pene de Pedro en la boca, poseyéndolo mientras se
deslizaba arriba y abajo por la verga. Su mano escurridiza le envolvió la base del pene, incapaz de rodearlo a lo largo.
Pedro sintió que el cuerpo de Paula temblaba y que sus caderas se movían.
Levantó la mano y le azotó el trasero con fuerza para hacer que parase.
Necesitaba el sexo de Paula en la cara, la lengua en su clítoris. Necesitaba sentir su clímax. Ahora. Ella volvió a moverse y él le dio una palmada en el trasero por segunda vez, sintiendo las vibraciones de su gemido excitado alrededor del pene. Paula sabía exactamente lo que quería Pedro—que
estuviera quieta— y le pedía que dominara cada vez que se movía. Pedro le daba exactamente lo que quería y, al darle una última palmada en el trasero, sintió que el cuerpo de Paula se estremecía. Su lengua se clavó en la vaina de ella y sintió que sus músculos se contraían.
Gimió desesperadamente alrededor de su miembro mientras llegaba al clímax, las caricias sobre su pene frenéticas.
Pedro le agarró las caderas y frotó todo el rostro en sus pliegues temblorosos al encontrar su propio desahogo, largo y duro, y derramarse en la garganta de Paula mientras ella seguía consumiéndolo.
Los dos yacieron en el suelo, los cuerpos temblorosos durante la culminación mientras seguían unidos, sin detenerse ninguno de los dos hasta que estuvieron completamente agotados.
La cocina por fin estaba en silencio, excepto por el sonido de su respiración jadeante. Paula se quitó de encima rodando para que Pedro pudiera respirar y él la agarró por la cintura para ayudarla a tumbarse junto a él antes de caer sobre su vientre.
—El mejor desayuno de mi vida —dijo Pedro con voz ronca. Su pecho seguía subiendo y bajando rápidamente.
Paula soltó una risita jadeante junto a él y se rió con más ganas cuando recobró el aliento.
El sonido de su risa era contagioso y Pedro rió a mandíbula batiente, divertido. Tiró de su cuerpo pegajoso hasta situarlo sobre el suyo.
—Estamos hechos un desastre —resopló ella alegremente.
El suelo de la cocina estaba salpicado de chocolate por todas partes y el pelo y la cara de Paula todavía tenían restos del dulce pringoso moteándole la piel lechosa. Aun así volvió a reírse encantada cuando sus miradas se encontraron, la suya llena de alegría.
Para Pedro, nunca había estado más guapa. Se puso en pie y tiró de ella junto a él, le rodeó la cintura con los brazos y se agachó para frotar su nariz con la de ella en gesto cariñoso. La besó con ternura, saboreando la sensación de tenerla en sus brazos.
Al apartarse, vio una pequeña marca roja en su cuello.
—¿Te he hecho daño? —preguntó arrepentido mientras delineaba la marca ligeramente con un dedo.
—No —respondió ella con un suspiro de saciedad—. Me encanta cuando pierdes el control. —Se abrazó a su cuello—. Esta mañana ha sido tan… —Se detuvo, aparentemente incapaz de encontrar las palabras adecuadas.
—Pervertida —terminó Pedro con una sonrisa maliciosa.
Ella asintió y le devolvió la sonrisa.
—Cariño, todavía no has visto lo que es pervertido —le dijo él con voz ronca.
A ella se le iluminaron los ojos.
—¿Hay más?
Pedro se echó a reír. Su mirada de entusiasmo le divertía.
—Mucho más.
—¿Me lo enseñarás todo antes de irte? —preguntó vacilante.
—Cuenta con ello —prometió él contundentemente. Él no se iba a ningún
lado y ella, tampoco. Iba a tener que cargar con él, imbécil o no, y lo odiaba que hablaba de separarse. Si se salía con la suya, y estaba decidido a hacerlo, tendrían para siempre—. Y no me voy a ningún lado. —Estrechó su abrazo involuntariamente.
Feliz de por fin tener a Paula en sus brazos, Pedro seguía arrepentido y lleno de remordimientos. Era estúpido por no haber reconocido lo que sentía por Paula años antes. Tal vez la habría salvado del horrible trauma que había sufrido de haber sido sincero consigo mismo y con ella. Acostarse con ella no iba a liberarlo de su inquietud ni de su soledad. La necesitaba a ella, pero tenía que tenerla en su vida para siempre. Nunca debería haberle mentido ni haber conspirado por sus propias razones egoístas. Lo único que podía hacer era
esperar que lo perdonara o, para el caso, también podría arrancarle el corazón y pisotearlo en el suelo.
Lo cierto era que Paula lo tenía comiendo de la palma de su mano y Pedro ni siquiera se esforzaba por liberarse. Si no hubiera sido tan imbécil, se habría dado cuenta de que estaba completa, total e irremediablemente enamorado de Paula y de que probablemente lo había estado desde el día en que la vio en su graduación del instituto a la edad de dieciocho años.
En su situación actual, su epifanía lo dejó completa, total y, con un poco de suerte, no irremediablemente jodido.
«Dile la puñetera verdad».
Pedro se prometió que lo haría. Pronto. Muy pronto.
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