miércoles, 12 de septiembre de 2018

CAPITULO 10 (SEPTIMA HISTORIA)



Pedro fue a echar el trapo a lavar después de encender la chimenea de gas y volvió unos minutos después con tazas de chocolate caliente y una manta. Le envolvió el cuerpo con la manta y le dio una de las tazas humeantes antes de dejarse caer al otro lado del sofá.


—¿Te importaría explicarme qué demonios te ha poseído para quedarte fuera cuando sabías que se acercaba una tormenta y además de eso a dejar la pista de motos de nieve? Las ventiscas en Colorado no son ninguna broma. Hablé con Chloe. Dijo que te advirtió de que venía tormenta —refunfuñó Pedro. Sus ojos grises la examinaban con cautela mientras daba un trago de su propia taza.


—Me… me perdí —mintió con tristeza. No quería engañar precisamente al hombre que había salido a recogerla con una tormenta tan feroz, pero no tenía elección—. ¿Estaba preocupada Chloe? ¿Te mandó a buscarme?


Él asintió y le dedicó un gesto molesto.


—Lo siento. Ha sido una estupidez.


Pedro volvió a asentir, la mirada aguda y evaluadora.


«Genial. Ahora piensa que soy una idiota, una rubia tonta que no es lo bastante lista como para evitar una ventisca que se acercaba. Sinceramente, no puedo culparlo por pensar lo que está pensando ahora mismo, pero no me gusta», pensó Paula.


Por extraño que pareciera, en realidad ahora le importaba lo que Pedro pensara de ella. Había arriesgado su propia vida para salir a salvarla. Estaba enojado, y con razón. De pronto Paula se encontró a sí misma echando de menos su habitual sonrisa con hoyuelos y su actitud arrogante. En ese momento, parecía oscuro e intenso, más serio de lo que lo había visto hasta entonces, y esa expresión feroz hizo que se sintiera avergonzada.


—¿Por qué lo hiciste? ¿Qué estabas buscando, Paula? Dejaste la pista y no me creo que estuvieras totalmente perdida. —La miró a los ojos; su mirada penetrante penetró su alma.


Ella abrió la boca y la cerró de nuevo, no muy segura de qué decirle. «No quiero mentirle». Un pequeño ladrido la salvó de tener que decir nada cuando el cachorro de pastor alemán más lindo que Paula había visto entró correteando en el salón y evitó que ella tuviera que hablar.


Ella sonrió cuando la criatura diminuta se detuvo a los pies de Pedro contoneándose de emoción. Paula observó cómo levantaba al pequeño can con una ternura que hizo que le diera un vuelco el corazón.


—¿Quién es?


Pedro rascó el cuerpecito del cachorro.


—Se llama Shep.


—Como el perro fiel de Fort Benton. No es un nombre muy único, Alfonso — lo reprendió en voz baja—. ¿Es tuyo?


—No lo planeé exactamente —gruñó Pedro, pero siguió rascando el cuerpo tembloroso del cachorro—. Alguien lo dejó tirado en la autopista. Probablemente un regalo de Navidad que alguien decidió que no quería que le mordiera los muebles. Chloe me convenció para que me lo quedara —Se encogió de hombros—. Joder, supuse que podía cuidar de él mejor que sus dueños anteriores.


Obviamente cuidaba muy bien de la bolita de pelo, y a Paula le resultaba evidente que Pedro ya quería al cachorro, independientemente de lo mucho que refunfuñara por adoptar al perrito.


—Parece que apenas es lo bastante grande para ser destetado —observó pensativa.


—Chloe dice que tiene unas diez o doce semanas.


Paula se puso al cachorro en su regazo cuando Shep cayó de los muslos de Pedro y se arrastró entusiasmado hacia ella.


—Es adorable. —Se acurrucó al perrito contra el pecho y acarició el pelaje sedoso mientras el cachorro le lamía la mandíbula—. ¿Cómo puede ser nadie tan cruel? Podría haber muerto de frío. Es muy pequeño y no tiene reservas para sobrevivir mucho tiempo a la intemperie.


—Estuvo a punto de congelarse. Tenía mucho frío cuando lo recogí. Me alegro de que Chloe estuviera aquí para cuidar de él. También era bastante probable que lo atropellara un coche. La autopista tiene mucho tráfico en invierno con la temporada de esquí —contestó Pedro.


Era muy difícil que no le gustara un hombre que rescataba cachorritos —y damiselas— en apuros. Tal vez Pedro no estuviera muy contento con ella en ese momento, pero la había salvado de todas maneras. Paula levantó la vista y le
sonrió, y el le devolvió una sonrisa cuando Shep clavó los dientes en su suéter y empezó a tirar. 


Ella rio alegremente y liberó de su prenda a la bola de pelo negra y canela—. Le gusta mordisquear.


—Va a ser muy travieso —coincidió Pedro, que no sonaba intimidado en lo más mínimo.


—Me recuerda mucho a Chief cuando era un cachorro. Me lo regalaron cuando cumplí diez años. También era un pastor alemán y su pelaje era parecido. Chief fue mi compañero constante durante años. —Paula suspiró. «Joder». Incluso ahora, seguía añorando a su compañero perruno. 


—¿Qué le pasó? —preguntó Pedro con curiosidad.


Shep empezó a dar saltitos intentando investigar qué había en la taza de Paula, y ella se echó a reír ante sus payasadas, recordando de pronto lo divertido que podía ser un cachorro.


—Nada de chocolate para ti, cachorrito. No es bueno para ti. —Sostuvo la taza medio vacía en alto. Miró a Pedro y respondió dubitativa—. Tuve que darlo en adopción. Mis padres murieron cuando tenía dieciséis años. Tuve que mudarme con mi tía, y mi tío odiaba a los perros—. Acarició al perrito en su regazo mientras se terminaba el chocolate caliente y dejaba la taza
cuidadosamente en un posavasos en la mesita. Su tío odiaba todo y a todos, incluida su esposa.


—Dios, Paula. ¿Tus padres murieron a la vez? ¿Qué pasó?


Ahora, incluso un poco más de trece años después de aquel día horrendo, a Paula le costaba hablar de la muerte de sus padres.


—Fueron asesinados.


—Cuéntamelo. ¿Cómo? —La voz de Pedro era tierna y compasiva.


Paula se encontró con sus ojos mientras acurrucaba a Shep en busca de consuelo.


—Los dos murieron el 11 de septiembre de 2001. —Instintivamente, supo que Pedro lo relacionaría y no tendría que decir nada más.


El rostro de Pedro se convirtió en una expresión de asombro.


—¿Ambos murieron en el ataque al World Trade Center?


Paula asintió lentamente, los ojos húmedos de llanto.


—Torre Sur. No tenían ninguna oportunidad. Mi padre era abogado. Tenía negocios en Nueva York, y Mamá había ido con él porque su aniversario de boda era el 12 de septiembre. Querían celebrarlo en la ciudad de Nueva York. Aquel día ella fue con él al World Trade Center. Mamá le había dicho a mi tía esa mañana que mi padre sólo necesitaba hacer una parada rápida y que luego iba a llevarla a desayunar. Simplemente estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado. —¿Cuántas veces había pensado eso Paula? No era como si su padre hubiera ido allí todos los días. 


Si tan solo sus padres hubieran ido el día anterior.


Si tan solo su padre no fuera tan madrugador y hubieran planeado ir más tarde.


Si tan solo…


—Lo siento muchísimo, Paula —carraspeó Pedro mientras se movía hasta estar junto a ella, le rodeaba los hombros y dejaba a Shep en el suelo suavemente.


Estrechó entre sus brazos el cuerpo de Paula, que no se resistió, y acunó su cabeza contra el pecho. Ella dejó que lo hiciera. Qué gusto daba sentir una conexión humana otra vez, dejar que la reconfortara, aunque no debería.


—Todavía los echo de menos. —Aquel día fatídico quedaría grabado a fuego en su mente para siempre.


—Lo sé. Yo también echo en falta a mi padre a veces, aunque cada vez me resulta más difícil recordarlo.


—¿Qué pasó? —Paula sabía que el padre de Pedro había muerto hacía años, pero no conocía la causa exacta.


—Por extraño que parezca, él también murió en un atentado, pero no ocurrió en EE. UU. En un viaje a Oriente Medio a mediados de los años noventa, estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, igual que tus padres. Murió cuando explotó un coche bomba. No era su coche. Sólo dio la casualidad de que estaba justo al lado del coche cuando detonó la bomba. Más tarde los terroristas reivindicaron la autoría, felices de haber matado a un estadounidense —gruñó Pedro en su cabello—. Cabrones.


A Paula se le abrieron los ojos como platos por la sorpresa. La coincidencia de que ambos hubieran perdido a un ser querido en un atentado terrorista era bastante extraña, pero el hecho de que algo así le hubiera ocurrido a Marcos resultaba aún más raro.


La cabeza le daba vueltas al comprender todas las implicaciones de lo que acababa de relatarle Pedro. Por la tristeza en la voz de Pedro se dio cuenta de que aún lamentaba la muerte de su padre. ¿Y Marcos? Si así era, las cosas eran aún más extrañas y desconcertantes de lo que Pedro podía imaginar siquiera.


Se aferró a él y se abrazó a su cuello mientras él la mecía suavemente, sintiendo asco y remordimientos al pensar que aquel hombre alocado, engreído y arrogante, pero bueno, se quedaría aún más destrozado cuando descubriera la verdad.

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