miércoles, 5 de septiembre de 2018

CAPITULO 43 (SEXTA HISTORIA)




Pedro y Paula no salieron para su caminata hasta tres mañanas después, cuando por fin se desenredaron el uno del otro durante el tiempo suficiente como para ver amanecer por la mañana temprano.


Paula dio una bocanada de aire fresco de la montaña. El corazón le cambió drásticamente cuando centró a Pedro en la lente de su cámara y capturó su imagen con la cascada de fondo. 


Había empezado a fotografiarlo mucho durante los últimos días, deseosa de asegurarse que recordaría aquel periodo surrealista de su vida en el que se sentía deseada, necesitada y cuidada por Pedro. Su cámara lo adoraba y cada foto que había sacado de él la dejaba sin
aliento.


—Gracias —le dijo antes de bajar la cámara. Ya había fotografiado las cascadas y tomó fotos increíbles de la fauna y los paisajes durante la larga caminata hasta el lugar que Gustavo les había recomendado. Le había enviado un mapa de la senda a Pedro y le dijo que merecía la pena ver la cascada, y era cierto. Era una vista espectacular, el agua caía del acantilado rocoso de arriba en varios arroyos diferentes.


—Eres increíblemente fotogénico —le dijo coqueta mientras se acercaba hasta el borde del mirador en el acantilado.


Él le rodeó la cintura con los brazos y presionó la frente contra la suya.


—Solo quieres chantajearme con mis fotos con esta camiseta de los Broncos —la acusó en tono jocoso con un murmullo grave.


A Paula se le derritió el corazón como cada vez que Pedro era cariñoso y juguetón, que había sido casi todo el tiempo durante los últimos días. Tenía que estar tocándola de alguna manera constantemente y no era estrictamente sexual.


—Puede ser que sí —respondió ella traviesa porque no quería contarle a Pedro la verdadera razón por la que quería las fotos: para poder mirarlas cuando él ya no formara parte de su vida.


Pedro le dio la mano y entrelazó sus dedos con los de Paula.


—¿Estás lista?


Ella asintió. Tenían una larga caminata de vuelta y ya había tomado todas las fotografías que necesitaba.


—Sí.


Sin soltarle la mano, Pedro caminó por delante de ella por la empinada pendiente abajo, con paso seguro mientras atravesaba la superficie rocosa.


—No pareces un senderista novel —musitó Paula en voz alta.


—De hecho, no lo soy —respondió Pedro—. Empecé a hacer escalada cuando estaba en la universidad. Todavía voy a distintas escaladas con algunos de mis amigos de la universidad.


—¿Eres escalador? —Paula miraba por dónde pisaba mientras lo seguía de cerca—. ¿Qué paredes has hecho?


Pedro recitó de un tirón varios lugares, algunos de los cuales eran rutas bastante avanzadas.


—¿Y me llamaste loca por cazar tormentas? —lo reprendió. Las imágenes de Pedro colgando de un precipicio le dieron palpitaciones.


Al final, al pie de la pendiente empinada y rocosa, Pedro alargó el brazo y la agarró por la cintura para balancearla sobre la hierba junto a él.


—Es bastante seguro —protestó—. Tomo precauciones de seguridad.


Paula apoyó la mano en la cadera.


—Yo te dije lo mismo acerca de cazar fenómenos meteorológicos extremos.


—Eso es distinto —contestó él con tono irritado.


—¿Por qué?


—Porque eres tú la que corre esos riesgos. Podría ocurrirte cualquier cosa.


—¿Pero está bien que tú tengas un pasatiempo peligroso? Hacer fotografías de fenómenos meteorológicos extremos es mi trabajo.


—Es tu elección —respondió Pedro bruscamente—. No es como si necesitaras el dinero.


—Puede que no. Pero ya no soy increíblemente rica. Doné la mayor parte de mi dinero —le replicó. Se enojaría, pero no le importaba lo que pensara en ese preciso instante.


Los ojos de Pedro reflejaron su sorpresa y después se estrecharon mientras la miraba incrédulo.


—¿Por qué? Me dijiste que lo tenías en los mercados de dinero.


Paula no tenía intención de contarle lo del dinero. Su decisión había sido personal y en realidad no era de su incumbencia. Pero se habían unido mucho desde que estaban allí y ya no estaba enfadada con él. De hecho, sabía que
estaba enamorada de él y eso hacía que quisiera compartirlo todo con él.


«Lo amo. Lo amo tanto que duele».


—Lo que te he dicho es verdad. Tengo bastante dinero para vivir cómodamente durante el resto de mi vida aunque no pueda trabajar. Pero doné la mayor parte de mi herencia a las víctimas de los desastres naturales que he presenciado. Le venía mucho mejor a las víctimas que a mí muerto de risa en una cuenta bancaria. —Sabiendo lo brillante que era Pedro para las finanzas, sabía que se sentiría decepcionado por su falta de ambición para ganar más dinero. Apartó la mirada de su rostro y se dirigió sendero abajo; no quería ver su reacción.


—Paula —Pedro la alcanzó, la agarró de los brazos y la volvió de frente a él—. Eres la mujer más increíble, dulce y generosa que he conocido nunca — admitió con voz ronca, llena de emoción.


Ella lo miró socarronamente, entrecerrando los ojos con la cabeza alzada con el sol de frente.


—No tengo las mismas ambiciones que tú. No me importa el dinero. No soy estúpida y he guardado lo suficiente para mantenerme a salvo. Pero el dinero no me hace feliz.


—Entonces dónalo todo. No importa. Yo siempre te cuidaré —respondió él con urgencia—. Tengo más dinero del que podría gastar cualquiera de nosotros en toda una vida. Demonios, no haríamos mella en nuestro patrimonio neto ni queriendo.


Ella lo miró boquiabierta, su rostro serio y sincero.


—No vamos a seguir casados, Pedro —le recordó. El corazón le latía tan fuerte que le retumbaban los oídos.


—Quiero que sigamos. Quiero que sigamos casados para siempre, Paula. Te quiero conmigo dondequiera que vaya y quiero estar contigo dondequiera que tengas que viajar. No quiero que nos separemos, ni dentro de una semana ni en esta vida. —La miraba codiciosamente, reflexivo.


—No puedes hablar en serio. —Quería a Pedro más que nada en el mundo, pero él no podía querer seguir con ella de verdad, para siempre.


—Nunca he hablado más en serio. No quiero a nadie más, melocotoncito. Solo a ti. De alguna manera, lidiaré con tu trabajo. Iré contigo para mantenerte a salvo. Cuando hayas donado todo tu dinero puedes donar el mío si eso te hace feliz. —Su voz grave temblaba de intensidad.


«Habla en serio. Me quiere de verdad si está dispuesto a dejarme donar su dinero».


Pedro no bromeaba sobre dinero. Las inversiones y las finanzas eran su vida.


¿De verdad? —respondió ella con voz temblorosa. Se le saltaron las lágrimas—. ¿Quieres que sigamos casados?


«Ay, Dios, por favor, no permitas que me esté tomando el pelo sobre esto».


Sabía que se le rompería el corazón en mil pedazos diminutos si no estaba siendo sincero.


Pedro la estrechó entre sus brazos, envolviéndola firmemente.


—Te necesito, Paula. Por favor, quédate conmigo. Necesito tu dulzura para equilibrar al imbécil que llevo dentro. Necesito tu corazón enorme y generoso para recordarme que no a todo el mundo le importa el dinero. Necesito ser querido por algo más que mi cuenta bancaria. Necesito que te pelees conmigo cuando te critico demasiado. Y no me quejaré de tu carrera. —Dudó antes de añadir—. Bueno, intentaré no quejarme mucho de ella.


A Paula se le hinchó el corazón con cada palabra que pronunciaba. Se abrazó a su cuello y apretó la cara contra su hombro. Lloraba sin cesar.


—No donaré tu dinero. Lo prometo. —Sollozó; el alivio recorrió su cuerpo tembloroso—. Creo que tú ya donas bastante.


—¿Qué pasa, cariño? —Le acarició el pelo con la mano, con voz confundida y preocupada.


Echándose atrás, Paula lo miró a los preciosos ojos azules y lo vio… a él.


Pedro se había quedado abierto de par en par, vulnerable, sin intentar ocultar su miedo. Tanto la quería.


—Estaba tan asustada. No sabía cómo iba a soportar el adiós —le dijo sin rodeos.


—¿Te quedarás conmigo? —preguntó él con tono cauteloso.


—Sí, contigo, ¡loco, guapo! Quiero estar contigo más que nada ni a nadie —contestó Paula sin aliento—. Soy adicta a ti.


Pedro sonrió de oreja a oreja.


—Funcionó. Te enganché al sexo.


—No soy adicta al sexo —protestó ella—. Soy adicta a ti.


Dejando un brazo firme en torno a su cintura, Pedro tomó su mano izquierda y se la llevó a la boca para besar el anillo en su dedo.


—Entonces, cásate conmigo, Paula. De verdad.


A ella se le escapó una carcajada sorprendida.


—Corrígeme si me equivoco, pero creo que ya estamos casados.


—Pero no tuviste elección. Elígeme a mí —exigió él con brusquedad, los ojos azules fundidos de emoción.


—No elegiría a nadie más —le dijo con ternura mientras alzaba la mano para acariciarle la mandíbula con barba incipiente.


—¡Gracias, joder! —La levantó por la cintura y la hizo girar—. Nada de volver a hablar de dejarme. Nunca —insistió él, mandón.


—Nunca —respondió ella con una risa de felicidad cuando volvió a pisar el suelo, contenta de que Pedro hubiera recuperado su dominio. 


Había odiado verlo vulnerable. Si pudiera elegir, dejaría que intentara darle órdenes durante toda una vida. Aunque no pensaba permitírselo, claro. Pero prefería ver a Pedro atrevido, comparado con el miedo desnudo que había visto en sus ojos hacía unos instantes. Pero, 


Dios, cómo había conmovido su alma esa franqueza. Pedro Alfonso no era la clase de hombre que permitía que nadie viera sus debilidades. Sin embargo, ella le importaba lo suficiente como para mostrárselas.


—Ven conmigo. —Tomó su mano y tiró de ella tras de sí. Se abrieron paso entre los pinos hasta que finalmente Pedro se detuvo y se volvió hacia ella—. Necesito estar dentro de ti, Paula.


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